La magia del cine tiene el inmenso poder de
sublimar, de convertir en interesante y hasta en fascinante la historia más anodina
y cotidiana, de lograr embelesar con personajes mediocres, zafios, vulgares o
hasta normalmente despreciables. Véanse si no los numerosos filmes que ensalzan
la vida de mafiosos y delincuentes varios y nos los venden, muy al contrario,
como héroes o tipos dignos de admiración o, cuanto menos, de simpatía. Aceptada esta
premisa, se le puede dar el visto bueno a La reina Victoria
de Jean-Marc Vallée, película que, como se
puede deducir si se conoce su título original, The
Young Victoria, se centra en los primeros años de reinado de la legendaria
monarca británica, y especialmente en su relación inicial con el Príncipe Alberto, elegido por razones políticas para lo que parece ser un matrimonio de conveniencia en toda regla pero que, según el embellecido argumento, acabará viviendo una historia de amor sincera con su prometida.
Si nos atenemos simplemente al contenido, la
trama del film es sencilla y hasta nimia, y ensalza un personaje histórico
que para mí, que no niego para nada mi clara aversión hacia reyes, emperadores
y toda suerte de tiranos y/o aprovechados que subyugan y parasitan al pueblo,
es ignominioso –por mucho que el largometraje nos quiera hacer creer que
Victoria fue una reina interesada en el bienestar de todos sus súbditos–. Si nos ceñimos, por otro lado, a la forma, La reina Victoria
es una película bellísima con maravillosos palacios, espléndidos vestuarios y preciosos jardines, de
lujosa confección y con un selecto reparto en el que figuran, entre otros, Paul Bettany, Miranda Richardson, Jim Broadbent, Rupert
Friend, Thomas Kretschmann, Mark Strong y, por supuesto, una Emily Blunt que brilla con luz propia en uno de los mejores
papeles de su carrera. Ahora, cada cual, que elija la perspectiva desde la que
prefiere ver la cinta…
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