Esta semana se cumplían 70 años
de una de las más grandes barbaridades de la Historia Moderna, concretamente
dentro de ese marco ya de por sí incivilizado y brutal que fue la II Guerra
Mundial: los días 6 y 9 de agosto de 1945, EE.UU. lanzaba sendas bombas
atómicas contras las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki,
respectivamente, con el pretexto de acabar de una vez con una contienda que
parecía interminable. En total, de 90 a 140.000 muertos –la mayoría civiles de todas las
edades– exterminados en cuestión de segundos.
El retrato del hombre que
autorizó la inhumana masacre, Harry S. Truman, se exhibe con orgullo en las
paredes de la Casa Blanca, en Washington DC, la capital del país empeñado en denunciar
y censurar las banderas nazis y las imágenes de Hitler donde quiera que se hallen,
y uno de los que orquestó los juicios contra los principales líderes del III
Reich por “crímenes contra la humanidad”. Qué gran verdad aquella frase de que
la historia la escriben los vencedores, y qué grande que puede ser la
hipocresía humana o mala la memoria.
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