Regordete, mofletudo, con dentadura pronunciada… el físico de Timothy Spall parece el menos indicado para triunfar como actor cinematográfico y, sin embargo, este inglés de origen humilde (nacido en Londres un 27 de febrero de 1957), lleva ya treinta y cuatro años y más de cien trabajos para la pequeña y gran pantalla demostrando lo contrario (aparecía ya en la mítica Quadrophenia, en 1979). No me fijé en él hasta la divertidísima Siempre locos, de 1998, en donde hacía del batería del grupo protagonista, pero, repasando su filmografía, me percato de que ya llevaba muchos tiempo viéndole en películas y series: La prometida, Gothic, Cazador blanco, corazón negro, El cielo protector, Las aventuras del joven Indiana Jones, Secretos y mentiras… Siempre me produce admiración las carreras de todos estos artistas que luchan y trabajan tan afanosamente y se labran un envidiable currículo incluso a pesar de que la popularidad y la fama les dan de lado.
En los últimos doce o trece años, Spall ya no ha sido un “anónimo popular” para mí, y le he reconocido de inmediato y con agrado en todas las películas que he visto en las que ha participado, a menudo como secundario (La sabiduría de los cocodrilos, Lucky Break, Nicholas Nickleby, El último samurai, Sweeney Todd, Appaloosa, El último gran mago, El discurso del rey…), ocasionalmente como actor principal (Todo o nada o Pierrepoint, el verdugo). Hasta sale en la saga de Harry Potter –de la que no soy seguidor– y ha puesto voces a personajes animados en filmes como Chicken Run o la Alicia de Tim Burton). Una trayectoria notable y esforzada que ha dado como fruto que Timothy sea reconocido por su país como Caballero del Imperio Británico.
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