Hay una tenue línea, tan difícil
de definir como caprichosa, que separa la excentricidad, a veces incluso la
simple majadería, de la genialidad. Y esa línea a menudo la deciden el público,
la industria y/o el marketing. Una persona puede ser un chalado o un freak para los que le rodean hasta que,
de alguna forma, su originalidad o su supuesto y particular talento es reconocido y aceptado
universalmente. En ese mismo momento, un “rarito” pasa a ser adorado por medio
mundo y se convierte en una figura de culto dentro de su campo, sea artístico o
de cualquier otro tipo. La historia está plagada de muchos de estos casos.
No sé exactamente en qué lado de
esa línea se encuentra David Lynch, y no niego que sea un hombre de cierto ingenio y habilidad, pero para mí es claramente un director sobrevalorado que ha
impuesto una visión personalísima y, por ello, cómo no, auténtica, atípica y
rompedora, sobre la forma de hacer cine y televisión. Lynch ha conseguido que
su universo sea aceptado por una legión de seguidores que le han encumbrado
como una de las grandes personalidades tras la cámara de nuestra época. Sin
querer despojarle de todo su mérito, para mí esta visión del artista es
exagerada. Es algo que ya había constatado hace tiempo, pero que final y
definitivamente confirmo tras el visionado de esta nueva, tercera temporada de Twin Peaks,
que llega a la pequeña pantalla veintiséis años después de la serie original.
Nunca fui un fan empedernido de
este espacio creado por Lynch y Mark Frost. La vi en su momento, le encontré
aspectos interesantes, pero no me acabó de cuadrar aquella mezcla de thriller
sombrío, parcialmente fantástico, con esos toques de humor surrealista y
absurdo que la serie comenzó a exhibir sobre todo en su segunda temporada. Aun
con todo, la nostalgia y la curiosidad me arrastran a ver esta nueva tanda de 18 capítulos que
nos llega en 2017.
Acabada la temporada, hay que decir
que poco tiene que ver con la serie que le dio pie; a decir verdad, ni siquiera
aparece mucho la población que le da título. Reaparecen muchos de los actores
originales, algunos muy brevemente, e intervienen muchos otros nuevos
(grandísimo reparto plagado de conocidas estrellas de la pantalla), pero Lynch,
que dirige todos los capítulos y parece tener total libertad para su trabajo,
se desboca, da rienda suelta a todas sus obsesiones e intereses personales,
quizá demasiado desmedidamente. El resultado son dieciocho horas de serial
plagado de situaciones disparatadas, personajes demenciales y largas e innecesarias
escenas para contar una historia poco explícita que se podía probablemente
haber contado en la mitad de ese tiempo. Y, como colofón, un número musical
bastante gratuito y normalmente aburrido al final de cada episodio para que el
director pueda exhibir a los grupos que promociona.
Visto lo visto, prefiero quedarme
con el recuerdo del Twin Peaks original
y más bien olvidarme de esta innecesaria secuela, que tiene sus momentos, pero que en conjunto no logra convencerme, y que casi me da igual que tenga
a su vez continuación, porque no estoy muy seguro de que vaya a abordarla,
llegado el caso.
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