Muy a menudo no suelo coincidir con
los gustos de los señores y señoras de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, y casi me da
un poco de rabia admitir que he salido encantado de ver La ciudad de las estrellas de Damien
Chazelle, la película que tiene todas las probabilidades de ser la gran
triunfadora en la próxima edición de los Oscars (14 nominaciones, récord que sólo
habían alcanzado previamente Eva al
desnudo y Titanic, como sabrán
los coleccionistas de datos). Dudé durante las dos primeras semanas sobre si acudir
a ver el film: algunas cosas de él me llamaban (sus guiños al cine clásico
sobre todo); otras me hacían dudar (que fuera a encontrarme con una historia de
amor tonta adaptada a los gustos del público actual, la presencia del poco
expresivo Ryan Gosling). Al final fui al cine y me tuve que quitar el sombrero
ante este maravilloso musical, ante la preciosa partitura en clave de jazz y swing de Justin Hurwitz (sólo me dejan indiferente las canciones que interpreta John Legend, que me
parecen insulsas), ante el tono nostálgico de la cinta y, cómo no, sus muchos
guiños a tantísimos musicales de la historia del cine, ante las referencias a
mi adorada Ingrid Bergman y, sobre todo, ante el acierto de Chazelle de concluir
la historia (y la relación) de los protagonistas como concluye, en una línea
más cercana a films como Casablanca o
Vacaciones en Roma, en los que no
tiene por qué haber un final feliz en el sentido más estricto o presumible de
la palabra. Eso es lo que para mí acaba de hacer la película redonda.
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