He visto a varios músicos en
concierto más de una vez –es decir, dos–, entre ellos, Chuck Berry, James Brown, B.B. King o
The Doors, pero creo que Imelda May es la única
cantante de cierto renombre –quiero decir que no cuento para esto grupos
amateurs– a la que he ido a ver tres veces: en Madrid en 2009, y en Valencia en
2010 y ayer 22 de julio de 2015, lo que establece un record en mi historial musical. No es que
tenga una especial fijación por la chica ni me considere el mayor de sus fans:
las circunstancias lo han propiciado así. Es una de las pocas artistas actuales
que me gustan y estos últimos conciertos los he tenido muy a mano, a media hora
o menos de mi localidad.
En esta ocasión, fue en los
célebres Jardines de Viveros de la capital del Turia donde la irlandesa y su
banda –de gira por España, y precedidos por el grupo local Cat Club– nos
ofrecieron un magnífico concierto que por un momento pareció que no iba a
celebrarse, pues una copiosa lluvia regó la comarca poco antes de la teórica
apertura de puertas. Por suerte, la lluvia cesó y, aunque el evento se retrasó,
pudo celebrarse sin más complicación en una estupenda noche veraniega.
Imelda May en los Jardines de Viveros, Valencia (Fotografía cortesía de Esther Erenas) |
Con nuevo guitarrista –pues el
habitual y hasta hace poco marido de la cantante, Darrell Higham, ya no es ninguna
de las dos cosas: la semana pasada el matrimonio hizo oficial su separación–,
el concierto se centró sobre todo en los temas de su cuarto y último disco, Tribal, aparecido el pasado año. Tengo
que decir que a mí es el CD de Imelda que menos me ha gustado, pues buena parte
de él está compuesto por temas que tontean con el psychobilly, el neo-rockabilly o, simplemente, con el pop-rock tirando a moderno, aderezado con más
distorsión de la que a mí me gusta y algo alejado de esos clásicos del rock,
blues y jazz de los 50 que siempre han sido la principal inspiración de la
música de la dublinesa. Se barrunta un decisivo y algo detestable paso del
sonido de Imelda hacia fronteras más comerciales y vendibles para el público
general que espero no se haga realidad.
Aún con todo, un concierto nada
aburrido en el que vibró una vez más la potentísima voz de esta mujer, y del
que yo destacaría, antes que sus nuevos temas propios, tres maravillosas
versiones y dos momentos concretos de la noche: el primero, cuando sonó un Spoonful que me puso los pelos de punta –se
nota que Imelda y yo compartimos nuestra pasión por Howlin´ Wolf–; el segundo,
ya dentro de los bises, cuando la cantante y su contrabajista Al Gare se
sentaron en el instrumento de éste –que se armó con un ukelele para la ocasión–
y ofrecieron dos rendiciones increíbles del Bang
Bang de Nancy Sinatra y del Dreaming de
Blondie con tempo de balada que para mí no tenían nada que envidiar a las
originales. Sólo por esos tres temas ya valió la pena todo el concierto.
Espero, cómo no, volver a tener
ocasión de ver a Imelda por estos lares en un futuro.
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