Tras los recientes visionados de Milagro en Milán y Ladrón de bicicletas me parecía casi obligado volver a revisitar
también Umberto D., película que
para mí conforma, junto a las dos anteriores, lo que yo llamo “la trilogía de
la pobreza”, pues todas ellas tienen en común retratar ese ambiente triste, desolador
y lamentable en el que vivían las clases bajas de la Italia de los años
inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial. Era este un largometraje que ya
había visto mucho tiempo atrás y del que guardaba muy buen recuerdo.
El protagonista de esta película es Umberto
D. Ferrari (el profesor universitario Carlo Battisti
en su único papel para cine), un funcionario jubilado que malvive con una pensión
miserable y tiene alquilada una habitación en una casa de huéspedes. La tiránica
patrona (Lina Gennari) está decidida a
echarle porque no ha pagado varios atrasos, y el pobre hombre se las ve y se
las desea para poder reunir el dinero de esta deuda y no verse de patitas en la
calle. Solamente cuenta con la simpatía de la joven sirvienta de la casa (Maria Pia Casilio), y con la compañía de un
pequeño can que le sigue a todas partes y que lleva por nombre Flike. La entrañable
relación entre dueño y perro constituye sin duda lo mejor de la cinta, por la
que pululan algunos otros actores secundarios pero sin demasiada relevancia. Abundan
las tomas largas, sin monólogos, que parecen querer reforzar en el espectador
la idea de la soledad y el desespero que rodean a Umberto, frente a las escenas
multitudinarias de las otras dos películas de la “trilogía”. También es
quizá la menos interesante de ellas –dentro de que las tres me parecen muy
buenas–, a pesar de que su propio director y de que su colega Ingmar Bergman la
consideraban ambos su película favorita.
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