La razón de que vuelva a ver esta
película del director Greydon Clark tras muchos años –décadas, realmente– de
hacerlo por primera vez es similar a la que expuse el mes pasado cuando
reseñaba Holocausto radiactivo: motivos
sentimentales antes que un gran interés cultural por esta cinta que es menos
que anodina; claramente muy inferior al largometraje inglés al que acabo de
referirme. Y es que resulta que Llegan sin avisar (Without Warning) fue uno de los primeros títulos que vi en formato de
vídeo casero, y el vínculo de ese recuerdo con el film es lo que me ha llevado
a revisionarlo tras más de tres décadas, quizá en un fútil y emotivo intento de
recuperar parte de aquella época juvenil.
El VHS tardó mucho en llegar a mi
hogar. No lo hizo hasta diciembre de 1989. Mis padres nunca se sintieron muy
interesados por estos y otros “aparatos electrónicos” que a ellos sin duda les
parecían un capricho exótico, lujoso y caro. Por ello, hasta que en mi casa
tuvimos magnetoscopio, fue a través de familiares y amigos como tuve que
disfrutar de las entonces novedosas cintas magnéticas que nos permitían ver
películas directamente en el televisor, si bien de una forma más modesta y con
menos calidad que en el cine.
Ya a mediados de los ochenta
comencé tener contacto con aquellos video-cassettes de plástico que poco antes
habían irrumpido en el panorama comercial y social español. Llegaron en tres
formatos: Beta, 2000 y VHS, y cada uno se reproducía en el artefacto
correspondiente, voluminosas y caras máquinas que en un principio sólo los más
afortunados se podían permitir. Después, precio y tamaño de estos
electrodomésticos fueron bajando y se hicieron más asequibles para el ciudadano
medio o más humilde. Curiosamente, sólo el último formato se abrió paso en el
mercado, pese a ser el de menor calidad, y los compradores que apostaron por
los otros dos pronto hubieron de aparcar sus magnetoscopios en algún estante de
trastos inútiles.
Pase aquella década, como ya he
dicho, alquilando ocasionalmente películas y “gorreando” a algún familiar o
amigo su aparato –y su casa, donde a veces quedábamos varias personas para
compartir la sesión– para poder disfrutar del visionado de algún film de
moda o, por el contrario, difícil de ver en los cines. Durante algún tiempo de
mi época de instituto acudía muchos viernes tarde a casa de mi tía-abuela con
alguna cinta VHS bajo el brazo y veía con ella la película.
Precisamente su hijo fue durante algún tiempo socio propietario de un videoclub
local, así que hasta el alquiler de las películas me salía gratis.
El boom del vídeo doméstico: en aquellos tiempos eras el dueño de la TV, hoy el de un mamotreto del pasado |
Pero no fue allí donde vería la
película que ha ocasionado este artículo, sino cierto tiempo antes en casa de
otro primo. Me debía valer del carnet de su madre para poder acceder al
alquiler de películas en uno de los primeros videoclubes que abrieron en mi
pueblo, este dentro de una tienda de electrodomésticos –algo muy habitual en la
época–. Si no recuerdo mal, en aquellos tiempos, para ser socio de uno de estos
locales debías comprarles una película nueva, que creo que valía unas 10.000
pesetas. Después, ponías esa cinta a disposición de los demás socios en el comercio
y, a la vez, tú tenías acceso a las todos los demás. Es decir, que básicamente
las películas que la gente alquilaba las había comprado ella misma. Esta
costumbre desapareció, por suerte, con el tiempo, y para cuando yo me hice
socio de un videoclub, ya era algo totalmente gratuito. Pagabas 100 o 200
pesetas por la cinta que te llevabas durante 24 horas, y ya estaba.
Por supuesto, con los años el VHS
fue devorado por un pez más grande: aparecieron los discos láser –que no
cuajaron demasiado– y, ya más tarde, el DVD y el Blu-Ray. Mi primer
magnetoscopio, un Hitachi, nos sirvió bien durante una década y, finalmente,
hubo de ser jubilado tras varias reparaciones. Después llegaron dos sustitutos-un
Sony y un JVC– que recibieron poco uso, pues no muchos años después me compré
un reproductor de DVD y las viejas cintas magnéticas y sus aparatos lectores
fueron quedando relegados al olvido, estos últimos prácticamente sin usar.
Por lo demás, decir sobre Llegan sin avisar que, visto hoy en día,
me parece un producto de bajo presupuesto muy mediocre que no salva ni la
nostalgia, con una historia y una dirección pobre y un reparto malo –caso de la
mayoría de actores jóvenes que intervienen en la cinta– o desaprovechado –caso
del largo elenco de veteranos que lideran unos Jack Palance y Martin Landau
claramente en horas bajas–.
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