Hace mucho tiempo que sigo con
interés la carrera de Saoirse Ronan, y prueba de ello es la breve entrada
que ya le dediqué hace dos años. Como decía en ella, de la joven intérprete
siempre me ha sorprendido su extraordinario criterio para elegir papeles y
personajes complejos y algo alejados de lo que parece ser el canon para las
actrices de su edad –léase La Serie Divergente
y cosas por el estilo–. Sale uno de ver Brooklyn con la
sensación de que en realidad su director, John Crowley, no le ha contado prácticamente nada en la
película –la historia de una chica irlandesa en los años 50 que abandona su pueblo
para comenzar una vida en EE.UU.–, y sin embargo embelesado por la
interpretación de su protagonista. Y es que, para mí, la neoyorkina es una de
esas artistas que tiene mucho más que “físico” en un sentido estricto (de
hecho, no me parece una mujer especialmente guapa): tiene fotogenia, encanto
(recurramos a ese socorrido término) y lo que yo llamo “presencia”; inunda la
pantalla, es una cualidad en parte intangible que para mí sólo tienen determinados
actores que realmente saben estar ante una cámara y adueñarse de las películas
en las que trabajan (en el caso de Saoirse, una mirada fascinante y expresiva que
atrapa al espectador). Aunque no soy muy de Oscars, me alegra que le hayan
nominado por segunda vez por su papel en la cinta. Para mí ya estaba confirmada
como una destacable actriz desde que vi Byzantium.
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