Hoy hace precisamente un año que
nos dejó el actor francés Louis Jourdan, y el motivo
de que escriba este artículo es sencillamente que no supe de su fallecimiento
hasta finales de 2015. Si los medios de información se hicieron poco eco del acontecimiento
o si, simplemente, de alguna forma se me escapó la noticia, no sabría decirlo,
pero debido a que era un actor por el que sentía cierto aprecio, me siento
obligado a al menos homenajearle tardíamente con este pequeño recordatorio.
Jourdan nació como Louis Robert
Gendre un 19 de junio de 1921 en Bouches-du-Rhône, Marsella. Sus comienzos en
el cine de su país se ven entorpecidos por el estallido de la II Guerra
Mundial, siendo interrumpidos los respectivos rodajes de sus dos primeros films por
el conflicto. Sorteando como puede las dificultades de la ocupación, e incluso
colaborando con la resistencia francesa, Jourdan consigue labrarse una rápida e
interesante carrera de diez títulos en su patria antes de que Hollywood le
reclame.
Es, una vez más, el estudio de
David O´Selznick, siempre a la caza de nuevos talentos europeos, el que recluta
a Jourdan para que viaje a la Meca del Cine. Sus inicios en ella no pueden ser
mejores, ya que debuta en EE.UU. de la mano del maestro Alfred Hitchcock con El proceso Paradine. Su aspecto apuesto y su acento le
encaminan desde el principio hacia los papeles de galán romántico, algo que a
él –que prefería considerarse un actor de carácter– nunca acabó de
gustarle. En los siguientes años, alcanza la cima de su popularidad
interviniendo en cintas de la talla de Carta a una
desconocida o Madame Bovary,
continuando en los cincuenta en papeles similares en películas de aventuras a
menudo ambientadas en otras épocas como Ave del paraíso,
La mujer pirata o, ya más adelante, en una nueva versión de El Conde de Montecristo. Siempre
con algunas de las actrices más bellas de Hollywood como pareja artística, en
1956 actúa con la mismísima Grace Kelly en El cisne,
una de las últimas películas de la futura princesa antes de fijar su residencia
en Mónaco. En 1958 llega la que es sin duda una de sus películas más
recordadas, Gigi, en la que
vuelve a trabajar con Vincente Minnelli. Es también el narrador en dos largometrajes
de Billy Wilder, Ariane e Irma, la dulce.
Durante los últimos 60 y casi
toda la década de los 70, y como era habitual en muchos actores clásicos de
cierta edad de su generación, encuentra refugio principalmente en la pequeña pantalla en series
y, sobre todo, telefilms, pero curiosamente vuelve al cine en los 80,
interviniendo en películas de de escasa repercusión si exceptuamos su
participación en una de las entregas de James Bond, Octopussy. El año del cometa, en 1992, supone su despedida del
7º Arte. Retirado de su profesión, el actor nos dejó, como ya he adelantado al
principio de este post, el día de San Valentín del pasado año, a la respetable
edad de 93 años.
No quiero terminar este recuerdo
sin mencionar la desaparición, también poco publicitada y por las mismas
fechas, de otra actriz de la misma quinta que Jourdan: la estadounidense Lizabeth Scott (29-9-1922) nos dejaba catorce días antes
que el intérprete francés más de cuatro décadas después de haber abandonado su
profesión y con un solo año menos de edad que él. En los 40 y en los 50 se
forjó una sólida carrera, participando en títulos como El extraño amor de Martha Ivers, Callejón sin salida, Ciudad
en sombras, La hija del pecado o El soborno. Sus rasgos duros, sus imponentes ojos y su largo cabello rubio la convirtieron invariablemente en una de las femme fatales más habituales del cine de su
época.
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