"Un hombre que limita sus intereses limita su vida" (Vincent Price)

lunes, 31 de mayo de 2010

80 añazos de Clint Eastwood

A menudo utilizo apelativos como “icono”, “leyenda”, “mito” o incluso “monstruo” (en el buen sentido), para referirme a muchos de los artistas que revisito en mis artículos. En realidad no se me ocurre ninguno mejor, y cualquiera de ellos es perfectamente aplicable para definir a uno de los actores y directores de cine más importantes de los últimos cincuenta años, y que todavía nos deleita con su arte.

Hasta hace poco más de un par de décadas, había que tener cuidado de en qué círculos manifestabas tu admiración por Clint Eastwood. Debido al carácter expeditivo de algunos de los personajes que interpretaba como Harry, el Sucio, se tendía a etiquetar invariablemente al intérprete americano como “fascista”, y parecía que se miraba mal a las personas que disfrutábamos con sus películas. Después llegó Bird en 1988 y la cosa cambió: de repente, todo el mundo veía a Eastwood como un gran director al que pronto se tendió a comparar con el mismísimo John Huston. Desde entonces, su obra parece estar bastante mejor considerada y claramente revalorizada…

Curiosamente, los primeros papeles de Eastwood se dieron en películas de fantástico como Revenge of the Creature (1955, continuación de La mujer y el monstruo de dos años antes) o Tarántula (también 1955), género en el que el actor nunca repetiría, así como en algunos filmes bélicos como Zafarrancho de combate (1956) o La escuadrilla Lafayette (1958), siempre en intervenciones brevísimas. No sería hasta pasar una década luchando por encontrar su lugar en el 7º Arte que Clint aterrizaría en Italia para rodar a las órdenes de Sergio Leone tres títulos ya míticos del spaghetti western: Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966). Esta trilogía le catapulta a la fama internacional y establece uno de sus más famosos estereotipos como pistolero duro e implacable del Oeste, uno de los géneros en el que más se prodigara en su carrera, pudiendo destacarse de este amplio catálogo vaquero Cometieron dos errores (1968), el musical La leyenda de la ciudad sin nombre (1969), Infierno de cobardes (1973), El fuera de la ley (1976), El jinete pálido (1985) o Sin perdón (1992).

Los 70 son casi indiscutiblemente la época más productiva de Eastwood en su vertiente interpretativa, y su carrera se amplía en películas básicamente de acción, tanto policiales (legando a la historia del cine su controvertido inspector Harry Callahan “el sucio”, que modelará a lo largo de cinco entregas), como de aventuras “modernas” (Ruta suicida, Licencia para matar, Duro de pelar y su continuación, La gran pelea…) También interviene en nuevas películas “de guerra” (El desafío de las águilas o la ya clásica Los violentos de Kelly) e incluso en títulos más inclasificables como El seductor, un melodrama bastante trágico a pesar de estar ambientado en la Guerra Civil Americana y disfrazado de western.

Paralelamente a su clara consolidación como actor a nivel mundial, comienza también una firme trayectoria como director que tardará en ser reconocida, como hemos visto. Su primer largometraje en este puesto es Escalofrío en la noche (1971), un thriller en el que interpreta a un disc-jockey radiofónico al que acosa una admiradora fanática y desquiciada que es para mí una de sus mejores películas (y que será revisitada en el futuro en infinidad de producciones similares como Atracción fatal). Otras de las primeras películas de Clint como director serán la ya citada Infierno de cobardes o Primavera en otoño (ambas del 73), que está también entre mis favoritas a pesar de no ser de las más conocidas, y en las que nuestro hombre explora el melodrama amoroso (que no “romántico”), dejando el protagonismo a un veterano William Holden y a una encantadora Kay Lenz.


Personalmente, considero los primeros 80 como una época de relativa “decadencia” artística de Clint Eastwood o, al menos, de tedioso estancamiento, siendo películas como Fuga de Alcatraz, Firefox o El sargento de hierro títulos muy comerciales que reinciden en las tramas y personajes más arquetípicos que el actor ha desarrollado en su reciente carrera.

En 1988, como ya se ha adelantado, llega Bird, un largometraje sobre la vida del saxofonista de jazz Charlie Parker que gana numerosos premios y rompe por fin los escrúpulos y prejuicios que la crítica siempre había tenido sobre Eastwood. Su carrera como director y como actor ha sido considerada con gran respeto desde entonces, y es prácticamente impecable, siendo difícil dar mayor relevancia a algún título sobre otro: Cazador blanco, corazón negro (1990), de nuevo una clara conexión con Huston, al estar basada la película en vivencias de este director, Sin perdón (1992), en la que muchos se empeñan a ver una especie de “redención” del clásico pistolero interpretado por el actor a lo largo de su carrera, Un mundo perfecto (1993), o las reputadas Los puentes de Madison (1995), y Mystic River (2003). Lamentablemente, algunas de las últimas obras de Clint han girado claramente hacia el melodrama comercial y políticamente correcto, y para mí fue todo un chasco la desagradable Million Dollar Baby por el mal gusto y el morbo fácil con los que el director trató el tema de la eutanasia. Fue mi primera gran decepción con este artista al que he admirado desde siempre, y a raíz de ello he reconsiderado y declinado el visionado de algunos de sus más recientes trabajos que creo que continúan en esta línea de “correcciones políticas” como El intercambio (2008) e Invictus (2009). Han sido las dos únicas películas de él como director que no he visto, y quizá en un momento más propicio me atreva por fin a abordarlas.

Mi último encuentro con Clint de momento ha sido Gran Torino (2009), en donde le vemos recuperar a su ya entrañable personaje de tipo duro, testarudo y cascarrabias pero de buen corazón (al fin y al cabo, una especie de Harry el Sucio jubilado) y en la cual su inmensa presencia constituye al menos el 75% del film.

domingo, 30 de mayo de 2010

Se nos fue Dennis Hopper

Era desde hacía tiempo una “muerte anunciada”: sabíamos que Dennis Hopper padecía un cáncer de próstata incurable y le habíamos podido ver hace cosa de un mes, cuando acudió a inaugurar la estrella que se le había concedido en el célebre Paseo de la Fama de Hollywood, visiblemente estropeado por el inútil tratamiento contra la enfermedad al que se estaba sometiendo.

A este actor norteamericano no sabe uno si clasificarle como “clásico” o “moderno”, ya que, aunque comenzó su carrera en los años 50, en títulos ya míticos como Rebelde sin causa, Gigante o Duelo de titanes, no empezó a ser claramente reconocido yo diría que hasta casi los 80, cuando genios de la talla de Francis Ford Coppola o David Lynch comenzaron a reclamarlo para obras como Apocalypse Now, La ley de la calle o Terciopelo azul. Desde entonces y hasta casi el momento de su muerte, ayer a los recién cumplidos 74 años (17-5-1936), Hopper se prodigó en infinidad de películas, algunas cuanto menos interesantes (como la curiosa Extraño vínculo de sangre o Frankie the Fly), otras menos comprometidas y de índole más comercial (Mario Bros, Waterworld, La tierra de los muertos vivientes…). También intervino en clásicos como Los cuatro hijos de Katie Elder, La leyenda del indomable o Cometieron dos errores, además de los ya citados.

Su carrera como director fue breve –ocho largometrajes–, pero en general destacable, e incluye The Last Movie, Labios ardientes y, por supuesto, la icónica Buscando mi destino (Easy Rider). Intervino frecuentemente en televisión, puso voz a dibujos animados y vídeo juegos, e incluso expuso varias colecciones de fotografías. R.I.P.

viernes, 28 de mayo de 2010

Recreativos, marcianos y comecocos

No sé exactamente la razón, pero me levanté esta semana con el recuerdo de los “recreativos” de los 80 y el descubrimiento de los primeros juegos electrónicos, y me ha entrado el antojo de escribir sobre todo ello. Se trata más de un “ejercicio de memoria” del que quiero dejar constancia escrita casi a título personal, pero igualmente confío en que más de uno de vosotros comparta conmigo recuerdos similares y encuentre momentos de agradable  nostalgia en mi crónica.

Ciertamente no soy un gran fan de los vídeo-juegos en la actualidad, pero sí fui un auténtico forofo durante algunos años de mi vida. En los primeros 80 frecuenté a menudo los muchos recreativos que había en mi pueblo: salones repletos de billares, pinballs o “máquinas de petaca”, como se las llamaba antes, futbolines y, por supuesto, juegos electrónicos.

Mis primeros recuerdos de estos sitios (no podía faltar esta frase) parten de 1979-80, cuando empezaron a aparecer aquí las máquinas de vídeo-juegos. Dos de los lugares más antiguos a los que recuerdo haber hecho “incursiones” (era toda una aventura entrar a ellos en aquella época, ya que eran frecuentados por gente de muy mala calaña) fueron los Játiva (en la plaza 1 de mayo) y otro local que estaba situado junto a mi colegio, Begoña, y que posteriormente pasó a ser el Luem, y es en la actualidad otro bar cuyo nombre desconozco. También me vienen a la memoria otros recreativos arcaicos situados en la avenida Camp de Morvedre, a la altura de donde se planta la Falla Eduardo Merello, aunque estos creo que desaparecieron pronto y sólo recuerdo haber entrado a comprarme chucherías, puesto que también hacían las veces de quiosco.

Pong (1972) y Red Dead Redemption (2010): casi cuatro décadas de evolución tecnológica. ¿Se nota?

Creo que la primera máquina recreativa a la que jugué fue el celebre Pong, el rudimentario tenis en blanco y negro que consistía en dos palitos que hacían las veces de raquetas y un pequeño cuadrado que imitaba a la pelota, pero pronto estos ingenios empezaron a hacerse más sofisticados y a acaparar temáticas que me atraían más que la deportiva: apareció el famoso Space Invaders, en el cual afrontabas con una nave que sólo se movía en horizontal a un montón de “marcianitos” que bajaban hacia ti inexorablemente y se empeñaban en destruir las cuatro casas que te protegían. Este juego seguía siendo en B/N, pero un cristal –o plástico– con varias bandas de colores creaban la ilusión de que los extraterrestres eran verdes, naranjas o amarillos conforme se acercaban hacia ti. Por la misma época surgió el menos rudimentario Asteroids, también sin color, en el que te enfrentabas con una navecita de forma triangular a un montón de peligrosos aerolitos descontrolados que amenazaban con chocar contra ti, y que se iban descomponiendo en trozos más pequeños conforme les disparabas…

Resulta curioso constatar una vez más cómo, cuando eres niño o muy joven, todo te asombra y maravilla y, por desgracia, conforme creces pierdes el interés y la fascinación por la mayoría de las cosas. En aquella época, el vídeo-juego más simple me dejaba boquiabierto, mientras que ahora la mayoría de ellos, con todos sus asombrosos avances tecnológicos y su pasmoso realismo, no consiguen causar en mí el efecto de sus “abuelos”

A medida que avanzaban los primeros 80, las máquinas de vídeo-juegos o arcades –esos impresionantes “armarios” que hoy en día se han reducido hasta ocupar el tamaño de una caja de zapatos– empezaban a copar todos los salones recreativos y a desplazar a billares y futbolines, e incluso prácticamente cualquier bar tenía una, con lo cual la oferta para alguien deseoso de disfrutar esas sensaciones computerizadas era amplísima. Hicieron su aparición títulos ya clásicos como el Galaxian (al fin y al cabo, una variante del Space Invaders, pero ahora con colorines y con esos simpáticos marcianos que parecían moscas), el mítico Pacman o “Comecocos”, el Phoenix, el Moon Cresta o el no menos legendario Donkey Kong, donde aparecía por primera vez el personaje del fontanero Mario, y que conocería una secuela protagonizada por el hijo del famoso simio. Uno ya empezaba a quedarse con términos como “Game Over”, “Insert Coin”, “Press Start” o “High Score”.

La época en la que manejé más joysticks y pulsé más botones de disparo fue quizá en mi último año de EGB y el primero del instituto. Por entonces ya controlaba todos los recreativos locales, los frecuentaba a menudo y estaba al tanto de todas las máquinas nuevas que llegaban a ellos o a los bares de la localidad. Fui un asiduo de los Anabel, sitos en la avenida 9 de octubre, junto a la antigua Discos Rama (cito las ubicaciones locales para los paisanos que tengan la amabilidad de leerme), pero también visitaba con frecuencia los San Luis (en la calle Rey San Luis), Palmereta (en la calle del mismo nombre, claro), los Cuenca, en la llamada “calle del Vicio” (no precisamente por los vídeo-juegos), los ya citados Játiva (que posteriormente tuvieron a sus hermanos Játiva 2 en la avenida Hispanidad, aunque estos ya los pillé más de refilón) o los de la plaza Ibérica, cuyo nombre no recuerdo.  Los últimos que creo que se abrieron fueron los Alfa (en Teodoro Llorente), que estaban en activo en los primeros 90 y que nunca visité, y los Estadium, en la avenida Mediterráneo (que se cerraron hace relativamente poco), y que tampoco frecuenté mucho, porque ya había pasado mi época de fervor lúdico-informático cuando aparecieron. De Sagunto recuerdo especialmente los Cortijo, junto al ayuntamiento -a los que nos llegábamos a acercar en bicicleta-, aunque conocí al menos tres más en la calle Los Huertos, al final de Doctor Palos y a un par de calles de los Cortijo

Cuando viajaba con mis amigos o familiares  tampoco perdía ocasión de descubrir nuevos recreativos y diferentes máquinas y de echar alguna monedita en estas. En los primeros tiempos, cuando los juegos electrónicos de mi ciudad eran todavía contados, quedé obviamente embelesado al visitar salones de Valencia o de Barcelona (visité Montjuich en 1980 y la oferta lúdica era, evidentemente, espectacular y vastísima con respecto a la de mi pueblo). Como también veraneaba en Altura (Castellón), la villa de mis antecesores, estaba al tanto de las máquinas de los alrededores. Allí no hubo propiamente recreativos hasta cuando prácticamente dejé de ir (finales de los 80), pero sí varios bares con sus maquinitas. Esto me trae a la memoria un curioso artefacto sito en el bar de la Glorieta que consistía en una ametralladora (creo que sin cañón) y una especie de diorama en el que aparecían soldaditos a los que debías dispararle. Esto era todo físico, no virtual. En la cercana Segorbe sí que recuerdo haber frecuentado más a menudo un salón en la calle Fray Luis Amigó.

Algunos otros vídeo-juegos que recuerdo de aquella época son Popeye, Q-Bert, Frogger (la rana que intentaba cruzar el río y la carretera), Bagman, Lady Bug, Pengo (me encantaba este, en el que ibas empujando bloques de hielo con un pingüino para matar a los malos), Hunchback, Pole Position, Rally X (el de los cochecitos que recogían banderas y tiraban humo) y, por supuesto, el mítico Defender. Durante una temporada en mi primer año de instituto acabábamos la clase del viernes por la tarde y nos íbamos varios compañeros a jugar por equipos a los Recreativos Anabel: unos eran pilotos, y otros artilleros (ese era mi puesto). ¿Recordáis aquella máquina en la que manejabas una bola y tres botones e intentabas que un montón de misiles no destruyeran tus bases? Creo que se llamaba, apropiadamente, Missile Attack, y su originalidad radicaba en que no controlabas un joystick, sino la mencionada pieza esférica, con la que manejabas el punto de mira al que disparaban tus bases…

Con el tiempo, fui dejando de ser asiduo a los recreativos, y las últimas veces que recuerdo haber jugado en ellos a vídeo-juegos fueron en los primeros 90. En 1991, realizaba un cursillo en Valencia y visitaba con mis compañeros un local cercano en los descansos. Allí jugué a menudo a uno de hombres prehistóricos que era para dos jugadores llamado Caveman Ninja y hasta al Moonwalker de Michael Jackson. En 1992 o 93 jugaría a uno de los primeros vídeo-juegos de los Simpsons en un bar de Sagunto y, aunque es posible que aún disfrutara  algún otro posteriormente, es el último que me viene a la memoria ahora mismo.

Me imagino que es fácil dilucidar la razón principal por la que abandoné este hábito de frecuentar salones recreativos, y la explicaré con el debido detalle en la continuación de este artículo próximamente. Una pista: era un cacharrito pequeño y negro, con muchas teclas, y con un logotipo que era rojo, amarillo, verde y azul….

(Por favor, no dejéis de enviarme vuestras propias vivencias “recreativas” y los títulos de vuestros arcades favoritos)

TERMINOLOGÍA ESENCIAL RECREATIVA
-Abuelo: un señor mayor (al menos para nosotros, que éramos niños) que se encargaba de la conservación de los recreativos, y principalmente de proporcionarte cambio para que jugaras a las maquinitas. Recuerdo que el encargado de los Anabel escribió en un papel que colgó en la puerta de su oficina: Me llamo Miguel, no “abuelo”.
-Tanque: cada una de las vidas con las que normalmente contabas en los vídeo-juegos. Solían ser tres, y te daban más si alcanzabas determinadas puntuaciones. Nótese que no era necesario que llevaras un vehículo blindado con orugas para que se le aplicara esta denominación: un coche, una nave, una persona o un mono eran invariablemente “tanques”
-Moneda de 25 ptas: los ya desaparecidos cinco duros fueron el precio estándar de las partidas durante muchos años. Después llegaron a bajar (hasta cosas como 10 ptas, o dos partidas por 25) y, por supuesto, a subir.
-El listo: siempre había un tipo en los recreativos que parecía vivir allí. Se conocía todas las máquinas, se las había pasado, y se ofrecía rápidamente a darte consejo sobre cómo sortear cualquier obstáculo en los juegos o incluso a pasártelos él mismo.
-El chulo: típico macarra “pseudo-Vaquilla” que también solía estar presente en estos locales. Con el transcurso de los años, esta raza remanente de la España setentera fue desapareciendo de los recreativos, que irónicamente se convirtieron en cónclaves de la pijería local.

jueves, 27 de mayo de 2010

Trío terrorífico

Ellos siempre bromeaban sobre la simpática coincidencia. Y es que tres de los actores más importantes de la historia del cine de terror fueron a nacer casi el mismo día, aunque en diferentes años: Vincent Price vino al mundo el 27 de mayo de 1911, Peter Cushing el 26 del mismo mes, pero dos años después, y Christopher Lee lo haría de nuevo un 27 de mayo, ya en 1922. Y es curioso: las vidas y las carreras de los tres intérpretes transcurrieron de manera paralela y coincidieron en muchos aspectos: se iniciaron en el cine dramático e histórico, fueron una pieza importante en el renacer del género terrorífico,  conocieron algunos períodos de oscuridad artística y, finalmente, renacieron en momentos y películas clave para el fantástico. Además, los tres se distinguieron siempre por su tremenda humanidad y su gran caballerosidad, cualidades que contrastaban enormemente con los personajes y monstruos malévolos que representaron en la gran pantalla…

Vincent Leonard Price Jr. nació en St. Louis, Missouri, EE.UU. y se interesó por la actuación desde joven. Su elegante porte, su metro noventa y tres de altura y su cuidada elocución pronto le abrieron las puertas del joven Hollywood, y así, en 1938 se estrenó en la gran pantalla con un pequeño papel en Service de Luxe de Robert Wade. Durante su primera década como actor profesional, Price se movió principalmente en los ámbitos del cine histórico, del drama y del thriller, sobre todo en papeles secundarios, pero también en algunos protagonistas como la excelente El castillo de Dragonwyck (1946). En los 40 también intervino en títulos ya clásicos como Laura o Que el cielo la juzgue (coincidiendo con la sublime Gene Tierney en los tres últimos filmes citados), aunque ya desde el principio de su carrera comenzó su flirteo con el cine fantástico en el que acabaría reinando, siendo El hombre invisible vuelve (1940) su tercera intervención cinematográfica. También formaría equipo con otros dos “monstruos” del género, Boris Karloff y Basil Rathbone, en la destacable La torre de Londres (la publicidad de la película resaltaba la altura de los tres intérpretes: Karloff, 1,80; Rathbone, 1, 83; Price, 1,93).

Los siguientes años vieron al actor reincidiendo en thrillers, algún que otro western y varios títulos de aventuras, destacando su papel de Cardenal Richelieu en el clásico de George Sydney Los tres mosqueteros (1948). Sin embargo, en los primeros 50 la carrera de nuestro hombre peligró claramente cuando fue puesto en el punto de mira del infame senador McCarthy y su terrible caza de brujas. Aunque consiguió salir más o menos airoso de las acusaciones, nunca recuperó totalmente el estatus artístico que tenía antes, y las puertas de los grandes estudios empezaron a cerrársele. Curiosamente, esto llevaría al comienzo  de una asociación casi de por vida con el cine de bajo presupuesto que acabaría encumbrándole como una de las estrellas del género fantástico más grandes de todos los tiempos, y cuyo comienzo podemos situar más o menos a partir de Los crímenes del museo de cera (1953), remake de la película de 1933 Los crímenes del museo, que aprovechaba la entonces naciente moda del 3D para impactar al público con el horrendo maquillaje que lucía el actor. Cinco años después nos legaría otro hito del fantástico: La Mosca, dirigida por Kurt Neumann, donde Price logró imponer su presencia y brillo escénico incluso por encima del protagonista principal, David Hedison.

Como el mismísimo Diablo en La historia de la humanidad; excepcional como Roderick Usher en La caída de la Casa Usher; divertidísimo como Cabeza de Huevo en la serie de TV Batman; como el infame Dr. Phibes en la fotografía de más abajo.

A comienzos de los 60 el siempre astuto Roger Corman, sin duda inspirado por el éxito de los filmes góticos de la Hammer protagonizados por Peter Cushing y Christopher Lee, decide hacer la versión americana de estos, y toma como fuente los cuentos del escritor romántico norteamericano por excelencia: Edgar Alan Poe. Esto da comienzo a la formación de un extraordinario equipo con Vincent Price, quien protagonizará durante los siguientes años nada menos que siete títulos indispensables inspirados en los cuentos del mencionado autor, amén de varios filmes de temática y estética afines con otros directores. En la segunda mitad de los 60, la leyenda de Price como actor de terror ya está establecida, y durante el resto de su vida, para bien o para mal, ya no podrá quitársela. Así, durante los siguientes años interviene en infinidad de películas de dicho género –unas memorables, otras indignas de él– recreando invariablemente a doctores locos, genios del mal y los más variopintos personajes torturados, sin olvidar también su destacable participación en teatro, televisión y hasta en la música (colaboraciones con gente tan pintoresca como Alice Cooper o Michael Jackson: de Price era la famosa carcajada de Thriller). Vincent fue también todo un entendido en cocina y en pintura, siendo autor de varios libros sobre ambas disciplinas.

Este gran artista se va a despedir de la pantalla grande con otro clásico del fantástico, como no podía ser menos: el siempre interesante Tim Burton, quien en 1982 ya había homenajeado al actor en uno de sus primeros cortos –una joya de la animación titulada precisamente Vincent sobre un niño que soñaba ser como, claro, Vincent Price, y narrado precisamente por este–, le ofrece su último papel para el cine en el personaje del entrañable y bondadoso inventor de Eduardo Manostijeras (1990), rol que la delicada salud de Price obliga a recortar. El 25 de octubre de 1993, en un mes fatídico para el cine en el que, en el breve período de seis días, también perderíamos a Federico Fellini y a River Phoenix, nos deja para siempre esta leyenda del Fantástico.


Peter Wilton Cushing vino al mundo en Kenley, en el condado inglés de Surrey y, por supuesto, se sintió llamado por las artes escénicas a temprana edad. Tras los tradicionales comienzos en el teatro, emprendió la aventura de Hollywood con los escasos ahorros de que disponía. Su padre le pagó el billete de ida en barco, pero le advirtió que el de vuelta debería ganárselo él con su trabajo (esta entrañable anécdota dio título a la indispensable entrevista televisiva a Cushing de 1989 Peter Cushing: A One-Way Ticket to Hollywood).

El actor en ciernes llega por fin a la Meca del Cine, no sin pasar pocas vicisitudes, y va afianzando su carrera con pequeños papeles y con la ayuda de amigos como el matrimonio de actores Louis Hayward y Ida Lupino. Sin embargo, el comienzo de la II Guerra Mundial y la entrada en el conflicto de su país obligan al joven intérprete a regresar a su hogar. Aunque no puede participar de manera directa en combate debido a una lesión, decide hacerlo como mejor sabe: actuando para las tropas. Será precisamente en el teatro donde conocerá a su futura esposa, Helen Beck.

La posguerra se presenta difícil para el matrimonio Cushing, y el cine británico parece resistírsele a Peter: solamente logra intervenir en esta época en la adaptación de Hamlet llevada a cabo por el gran Laurence Olivier, con quien había trabado amistad (y en donde, según la leyenda, coincide por primera vez con Christopher Lee, aunque sin llegar a conocerse). Sin embargo, va a ser la pequeña pantalla la que va a dar a nuestro amigo la oportunidad que le había negado la grande: durante la primera mitad de los 50, el actor desarrolla una formidable y meteórica carrera en la televisión que le lleva a ser uno de los rostros más populares de Inglaterra, destacando sobre todo su participación en la versión catódica de 1984 de George Orwell.

Es precisamente esta creciente fama la que hace que la pequeña productora Hammer Films se fije en él y le proponga el papel principal de su próxima película, que va a marcar un antes y un después en la historia del cine de terror: La maldición de Frankenstein (1957). Es el comienzo de una larga y fructífera relación con la compañía cinematográfica, con el competente director Terence Fisher y con el que va a ser su compañero de reparto: el ya mencionado Christopher Lee. Aunque ambos habían participado anteriormente en otras películas como Moulin Rouge de John Huston (1952), es en esta adaptación del clásico de Mary Shelley donde por fin traban una amistad de por vida que les llevará a colaborar nada menos que en veintidós filmes.

Los tres personajes más populares de Peter Cushing: el Barón Frankenstein, Sherlock Holmes y el cazavampiros Abraham Van Helsing. Más abajo, como el Grand Moff Tarkin en La guerra de las galaxias.

El enorme éxito de la película lleva a la Hammer Films a adentrarse todavía más en el mundo del terror gótico, y así, durante los siguientes años, la compañía revisitará prácticamente todos los mitos del género, casi siempre con los que son ya sus actores fetiches, Cushing y Lee, unas veces juntos y otras por separado, siendo Drácula (1958), La Momia (1959) o El perro de los Baskerville (1959) algunos de los títulos posteriores más destacables en los que los dos amigos colaborarán. Precisamente el Barón Frankenstein, Van Helsing y Sherlock Holmes serán tres de los papeles más recordados de Cushing, que los retomará varias veces a lo largo de su carrera.

En los primeros 60, el nombre de Peter Cushing ya se relaciona casi invariablemente con el género fantástico, y a este pertenece la gran mayoría de películas que el actor rodará durante la década: vuelve a ser Van Helsing en el clásico Las novias de Drácula, desarrolla magistralmente el personaje de Frankenstein en seis continuaciones más, hace del Doctor Who en dos adaptaciones cinematográficas de la serie televisiva, y participa en otros filmes de ciencia ficción como Radiaciones en la noche (1967) o SOS: el mundo en peligro (1966), así como en varias producciones de la Amicus, la principal competidora de la Hammer, especializada en películas compuestas por varias historias cortas de terror como Dr. Terror (1965) o El jardín de las torturas (1967). También retoma el rol de Sherlock Holmes para la BBC en 16 episodios durante 1968. Su especialización en personajes del fantástico y del misterio no le impide alternarlos con otros de carácter histórico, dramático o de aventuras, como los de la películas La espada del bosque de Sherwood (1960, donde hace de Sheriff de Nottingham), La bahía de los contrabandistas (1961), Sombras de sospecha (1961, último trabajo de Gary Cooper) o La diosa de fuego (1965, adaptación de la novela de H. Ridder Haggard), entre otros.

En 1971 se produce un tristísimo suceso en la vida de Peter: su esposa Helen fallece tras una larga enfermedad, sumiendo al actor en una terrible depresión. La forma de combatirla: trabajar sin descanso, lo que le lleva, junto a un evidente declive físico, a participar en infinidad de largometrajes durante esa década y la siguiente, no todos ellos a la altura de una estrella como él. Interpreta a dos de sus personajes más famosos por última vez en Frankenstein y el monstruo del infierno (1974) y Kung-Fu contra los 7 Vampiros de Oro (1974, su postrera intervención como Van Helsing) e interviene en clásicos menores como Las amantes del vampiro (1970, tcc Vampiros enamorados), Pánico en el transiberiano (1972), El resucitado (1975) o La leyenda del hombre lobo (1975).

Sin embargo, la Historia del Cine aún le tiene reservado a Cushing un papel inmortal que nos lo descubrirá a una nueva generación de aficionados al 7º Arte: y es que, cuando George Lucas prepara su película La guerra de las galaxias (1977), busca dar a la cinta un cierto caché asegurándose la intervención de dos actores británicos consagrados: Alec Guinnes y, por supuesto, nuestro hombre, que interpretará en el clásico de ciencia ficción al temible Grand Moff Tarkin.

El resto de la filmografía de Cushing desde que rueda esa cinta hasta que se retira del cine nueve años después no es especialmente destacable, si exceptuamos su última intervención como Sherlock Holmes para la película de televisión Las máscaras de la muerte (1984) y La casa de las sombras del pasado (1982), sobre la que más tarde hablaremos. En 1986 aporta su siempre elegante presencia a la irregular Biggles, el viajero del tiempo, y decide jubilarse. Tres años después es nombrado Oficial del Imperio Británico. Fallecerá un triste 11 de agosto de 1994, a los 81 años.


A pesar de ser un gran fan tanto de Peter Cushing como de Vincent Price desde joven, me costó mucho más reconocer la valía y la entidad artística de Christopher Frank Carandini Lee. Por supuesto, lo conozco de hace largos años (imposible no hacerlo siendo admirador de Cushing), pero no conseguía encontrarle la gracia a sus primeros papeles como monstruo (la criatura de Frankenstein, Drácula, La Momia…) que me parecían muy hieráticos y carentes de profundidad (¡por no hablar de diálogo!). No fue hasta épocas relativamente más recientes que cobré clara conciencia del tremendo legado de este intérprete británico que es hoy día el último de los grandes actores de terror vivo; por desgracia, una casta de artistas especializados que ya no se repetirá jamás, y de la que fueron destacables precedentes de Lee mitos como Boris Karloff, Bela Lugosi o Lon Chaney Sr. y Jr.

Este londinense descendiente de la aristocracia italiana sirvió a la Fuerza Aérea de su país antes de encaminar sus pasos hacia la interpretación al acabar la II Guerra Mundial. Fueron años de incesante y desesperante deambular de una producción a otra, obstaculizados curiosamente por el exótico físico de Lee, que encajaba más con el estereotipo latino que con el inglés y cuya tremenda altura (1,96) parecía ser una traba para muchos directores. Ya había trabajado en más de cuarenta producciones antes de llegar al papel que cambiaría su vida en La maldición de Frankenstein, principalmente británicas y europeas, pero también en algunas norteamericanas como El capitán Horatio Hornblower (1951) o El temible burlón (1952). En aquella época, Lee incidiría a menudo en los papeles de marinero o pirata y en el de militar, aunque también trabajaría en thrillers y en películas históricas.

Christopher Lee como Drácula en Los ritos satánicos de Drácula, Scaramanga en El hombre de la pistola de oro, y el Conde Dooku en El ataque de los clones. Más abajo, como Saruman en la trilogía de El Señor de los Anillos y con Johnny Depp en el estreno de Alicia en el País de las Maravillas en febrero de 2010.

Sin embargo, y tal y como hemos visto en los casos de Price y Cushing, su descubrimiento masivo iba a venir de la mano del género de terror, y como ocurrió con el último actor mencionado, a partir de su triunfo internacional con Drácula, la carrera de este actor se vería indeslindablemente vinculada al fantástico. Repetiría el rol del conde vampiro hasta casi acabar detestándolo y sin querer oír hablar de él (en seis ocasiones para la Hammer entre 1958 y 1973, otra vez para Jesús Franco en El conde Drácula, de 1970, y el mismo año en la comedia de Jerry Lewis One More Time, además de interpretar al Drácula histórico), pero también sería el odioso Fu-Manchú en cinco películas, el Dr. Jekyll y su alter ego Mr. Hyde en El monstruo (1971), Rasputín en la cinta homónima de 1966 y toda una suerte de personajes malévolos a lo largo de los siguientes años para cuya caracterización tuvo que aguantar los más penosos procesos de maquillaje y prótesis. En otras ocasiones cambió de tornas y fue él quien le plantó cara al Mal, por ejemplo en Las dos caras del Dr. Jekyll (1960), La novia del diablo (1968) o La leyenda de Vandorf (1964), en donde por una vez era él quien le tenía que parar los pies a un descontrolado Peter Cushing. Por cierto que, al igual que su buen amigo, la carrera de Lee también transcurriría estrechamente relacionada con el personaje de Sherlock Holmes: interpretaría él mismo al mítico detective en la coproducción germano-británica El collar de la muerte (1962) y en dos películas televisivas treinta años después, y trabajaría en distintos papeles en El perro de los Baskerville (1959, como Henry Baskerville) y La vida privada de Sherlock Homes (1970, como Mycroft Holmes).

Las décadas de los 70 y 80 supusieron una época de semi-oscuridad para Lee, participando en infinidad de producciones malas o irregulares casi siempre ligadas al género que le había hecho famoso, el fantástico, y que lo utilizaban como reclamo para compensar con su legendaria presencia la mediocridad de estas películas. Algunas notables excepciones durante el período acotado fueron sin duda su participación como el malvado Scaramanga en El hombre de la pistola de oro (1974, por cierto, que al actor le gusta siempre recordar que Ian Flemyng era familiar suyo), Aeropuerto 77 (1977) o como Rocherfort en la “trilogía de los mosqueteros” de Richard Lester (1973,74 y 89), así como sus intervenciones televisivas en series como Pabellones lejanos (1984) o El joven Indiana Jones (1992), entre otras.

Por suerte, y a diferencia de su buen amigo Peter o de Vincent Price, la carrera de Lee en su vejez iba a conocer un último empujón que lo relanzaría de nuevo y lo consagraría como leyenda viviente del fantástico, al recuperar su figura varios directores notables del mencionado género como Peter Jackson, Tim Burton, o George Lucas, quienes lo incluirían en varias de sus producciones más importantes y populares: el primero le ficharía como Saruman para la trilogía de El Señor de los Anillos (2001-02-03), Lucas le daría el papel del Conde Dooku en las nuevas entregas de La guerra de las galaxias (2002 y 2005, ¿es casual la similitud del nombre con la del personaje vampiro que le dio fama internacional?), y Burton lo ha hecho prácticamente fijo en sus últimos títulos, habiendo aparecido en Sleepy Hollow (1999, junto a otro clásico de la Hammer, Michael Gough), Charlie y la fábrica de chocolate y La novia cadáver (ambas de 2005) o Alicia en el país de las maravillas (2010), en estas dos últimas poniendo voz a personajes animados.

Este invaluable monstruo del cine nos cumple hoy pues la respetable edad de 88 años, y ha sido el único del trío que revisamos en alcanzarla y en poder disfrutar de su legado claramente reconocido y apreciado. Por suerte para los cinéfilos, continúa prodigándose en el cine, ostentando el récord de ser el actor vivo con la filmografía  más extensa (supera ya las doscientas cincuenta películas). Por cierto, es además un consumado cantante de ópera y ha publicado varios discos, en 2001 fue nombrado Comandante de la Orden del Imperio Británico por sus méritos artísticos, y el año pasado nada menos que Sir.  Tiene hasta una web oficial: http://www.christopherleeweb.com/. (Una nota personal sobre Lee y es que, cuando en 1995 vino a la Mostra de Valencia, me dispuse raudo a ir a verle, pero debido a la lamentable desinformación de la televisión autonómica de la comunidad, que equivocó el día en su teletexto, perdí la oportunidad: la conferencia era el viernes, cuando ellos la anunciaron el sábado. Será para siempre una de las grandes frustraciones de mi vida no haber podido ver a la última leyenda viva del cine de terror).

Juntos
Solamente en dos ocasiones intervinieron nuestros actores en una misma película: la primera fue en La carrera de la muerte en 1969, aunque en realidad  no llegaron a  coincidir en ninguna escena del film y, de hecho, la aparición en él de Peter Cushing es casi inexistente. Fue un intento un poco forzado por parte del director Gordon Hessler y del productor Louis M. Heyward de unir a las tres estrellas en un mismo largometraje. Mucho más interesante es La casa de las sombras del pasado (1982), un telefilm que no sólo reunió a nuestro trío, sino también al veterano John Carradine. A pesar de estar considerada una obra menor en la filmografía de los tres actores, a mí me parece una película entrañable, simpática y, desde luego, toda una joya para los admiradores de estas leyendas.

Por su parte, Christopher Lee y Vincent Price coincidieron en La caja oblonga en 1968, mientras que Price y Cushing lo hicieron en El retorno del Dr. Phibes (1972, en la que el artista inglés también tienen un papel exiguo) y Casa de locos (1974), y Cushing y Lee… pues como se ha adelantado, protagonizaron juntos nada menos que veintidós películas, algunas de ellas absolutos clásicos del cine de terror (podéis verlas todas al final de esta página: http://www.cinefania.com/terroruniversal/index.php?id=149)

Un hombre que limita sus intereses limita su vida” (Vincent Price)

lunes, 24 de mayo de 2010

La guitarra de mis sueños

Como ya adelanté en el homenaje que le dediqué en abril, Eddie Cochran –seguido muy de cerca por Scotty Moore, véase también– fue la figura definitiva que me lanzó al mundo de la guitarra rock. Parece totalmente lógico, pues, que las guitarras eléctricas de caja hayan sido desde aquellos comienzos la variante de este instrumento que más me atrae, y que el modelo concreto que el músico utilizó, la Gretsch 6120 Chet Atkins, sea desde hace más de dos décadas la guitarra de mis sueños. De momento todavía no he podido cumplir mi deseo de adquirirla, pero no por ello voy a dejar de contaros su crónica y la de su marca. Espero que os guste…

Siempre me han fascinado todas esas historias sobre emigrantes europeos que viajaron a Norteamérica a finales del siglo XIX en busca de un futuro mejor y, a base de esfuerzo y tesón, consiguieron levantar todo un imperio comercial. A uno le gustaría pensar que son todas ciertas; que es verdad que una persona humilde y honesta puede triunfar y progresar en la vida sin aprovecharse de nadie ni tener que renunciar a sus principios o prostituirse laboral o políticamente. La leyenda de Friedrich Gretsch, fundador de la marca de instrumentos musicales que lleva su nombre, empieza como todas estas entrañables odiseas que tan a menudo proliferan como ejemplo de que el American dream está al alcance de cualquiera.
De origen alemán, este pionero artesano comenzó fundando un pequeño taller en Brooklyn, Nueva York, en 1883. En sus primeros tiempos se construían en él principalmente instrumentos de percusión (y aún hoy en día, la marca sigue destacando en la fabricación de baterías). Sin embargo, sería su hijo, Fred Gretsch, Sr., quien transformaría el pequeño negocio en una gran compañía manufacturera e importadora que ya tenía relevancia internacional a finales de la I Guerra Mundial. De Fred sería también la visionaria idea de centrarse en la fabricación del instrumento que, ya entrado el siglo XX, empezaba a despuntar como el más solicitado en la música popular: la guitarra. Naturalmente, sería en el campo del jazz donde primero se empezaría a experimentar con el nuevo producto de la compañía –que ya en 1939 presentó su primer modelo con pastilla–, pero no sería hasta la década de los 50, con el nacimiento del rock and roll y un mayor auge de la industria musical y discográfica, cuando las guitarras Gretsch comenzaran a forjar su leyenda. Por entonces, la empresa ya había pasado a manos de los nietos del fundador original: William y Fred, Jr., siendo este último el verdadero impulsor de la época de mayor esplendor de la marca. En esos momentos, la guitarra ya se había comenzado a electrificar casi sistemáticamente, y pioneros como Leo Fender o Les Paul (consejero de la casa Gibson) estaban asombrando al mundo con sus modernos avances técnicos en dicho instrumento musical. La compañía Gretsch no iba a ser menos, y en la mencionada década llegó a ser una de las primeras empresas fabricantes de guitarras eléctricas de EE.UU., especializándose sobre todo en las guitarras “de caja” o “tipo jazz”, como se las conoce más vulgarmente, al haber sido este el primer estilo musical que empezó a explorarlas, aunque la casa también fabricaría numerosos modelos de guitarras sólidas, como la famosa serie “Jet”.

Gran parte de la difusión de las guitarras Gretsch se debió sin duda a la acertada asociación de la marca con el legendario pionero Chet Atkins, quien a partir de 1954 comienza a diseñar nuevos modelos para la marca como la 6136 White Falcon, la 6120 Chet Atkins, la 6122 Country Gentleman o la 6119 Tennessee Rose, introduciendo variantes y colores nunca antes vistos y accesorios como el clásico vibrato Bigsby. Al ser este genio del jazz y del country uno de los músicos más influyentes de la época en su país, muchos de sus admiradores –entre ellos pioneros del rock and roll como Eddie Cochran o Duane Eddy– comienzan a adquirir y a hacer populares los modelos de Chet. Artistas como el peculiar Bo Didley también exhiben guitarras de la marca como la Jupiter Thunderbird o la guitarra cuadrada que lleva el nombre del cantante, ambas diseñadas por él.
Algunos de los modelos de guitarras Gretsch más populares. De izq. a der.: la Country Gentleman, la Duo Jet, la Bo Didley y la White Falcon

En los 60, las guitarras Gretsch reciben el espaldarazo definitivo al ser utilizadas con frecuencia por George Harrison en los discos y conciertos de los Beatles. Sin embargo, la era de la psicodelia y del rock ácido va a acabar con el reinado de la marca, que es vencida por su eterna rival: la Fender. Por entonces, Fred, Jr. se ha jubilado y ha vendido la empresa a la Baldwin Music Company. Debido a una mala gestión y a otras circunstancias desastrosas como dos incendios en sus instalaciones, Gretsch deja de producir en 1980. Es el momento que esperaba Fred Gretsch III –hijo de William y biznieto, pues, del fundador–, para devolver de nuevo la marca a la familia y relanzarla con gran éxito, ayudado en parte por el revival del rockabilly de la década y por figuras de la talla de Brian Setzer (Stray Cats), Billy Gibbons (ZZ Top) o los ya mencionados George Harrison y Bo Didley, que prestan su nombre para diversos modelos y asesoran otros nuevos. Irónicamente, la marca Gretsch pertenece desde 2002 a Fender.

La Gretsch 6120 Chet Atkins fue creada, como ya se ha adelantado, en el año 1955 por el legendario guitarrista cuyo nombre ostenta. Debido a la relación de Atkins con la música country (aunque en realidad era un virtuoso que destacó en muchos estilos), se adornó a los primeros modelos de 6120 con diversos motivos “del Oeste”, como la cabeza de toro del clavijero y de las incrustaciones del mástil o la “G” del cuerpo, que imita las marcas a fuego con las que se señalan a las reses. Eddie Cochran la compró probablemente a finales de ese año, cuando formó equipo con el cantante Hank Cochran para fundar el dúo country The Cochran Brothers (en una de las fotografías más famosas de la pareja todavía se puede ver a Eddie con una Gibson ES175) Parece ser que sus padres le ayudaron a pagarla, y que el instrumento fue adquirido en el Bell Gardens Music Center, la tienda de música sita en el barrio de Los Angeles en que Eddie vivía.

Aunque todavía hay unas pocas fotografías en las que se puede observar la guitarra tal y como se ofrecía al público (dos pastillas Seymour Duncan Dynasonic y golpeador dorado), Eddie la modificó muy pronto, dejándola con el aspecto que veríamos en casi todas sus fotografías y películas, es decir: cambió la pastilla superior por una Seymour Duncan P-90 “Dog Ear” y el golpeador original por uno transparente. La casa Gretsch, además de ofrecer a sus clientes el modelo original, decidió hace pocos años crear también una variante modificada más o menos idéntica a la de Cochran (si exceptuamos el vibrato Bigsby, que en la antigua era dorado y fijo, y en la nueva versión plateado y plegable). Esta variante, con la referencia G6120W-1957 Chet Atkins Hollow Body, puede adquirirse actualmente por unos 2500 euros (aunque ha llegado a estar a casi 3000).

Este mismo año, y coincidiendo con el 50 aniversario de la muerte de Eddie, Gretsch llegó a un acuerdo con su familia para tener acceso a la guitarra original del cantante, y tras un minucioso y delicado estudio, el luthier Stephen Stern realizó una réplica exacta de la original, que la marca ha lanzado en homenaje a la leyenda del rock and roll (ref: G6120EC Eddie Cochran Tribute). En la edición, limitada tan sólo a 50 copias, se incluye un estuche de guitarra y un cinturón que imitan los del mismísimo Eddie y toda una serie de parafernalia que incluye fotos, póster, tarjetas, un DVD y hasta la lista de la lavandería que el rockero llevaba en la caja. El PVP en EE.UU. es de 12.000 $. Una vez más, parece que se demuestra que la música sólo está al alcance de los ricos. Yo por mi parte, me conformo con el modelo barato. ¿Una colecta para ayudarme a cumplir mi sueño?

domingo, 16 de mayo de 2010

Volaron los Albatros... (Otro golpe mortal al Cine)

En la segunda parte de mi artículo Los cines de mi vida utilizaba de manera totalmente intencionada cierto adjetivo para referirme a los complejos cinematográficos que han infestado los alrededores de la capital valenciana en los últimos años: “monstruosos”. “Monstruosos” por lo desmesurado de sus dimensiones, por lo frío y deshumanizado de  sus salas y porque, como dichos seres terroríficos, han devorado a sus hermanos más pequeños sin piedad ni remordimiento y han destrozado una tradición y una forma de vida de muchos años. A esa larga lista de víctimas comerciales y culturales que repasábamos en mi homenaje anterior hemos de añadir ahora con gran tristeza una de las salas más originales y auténticas de Valencia: los Cines Albatros. Hoy domingo 16 de mayo proyectarán por última vez tras casi 25 años, para después bajar sus persianas presumiblemente para siempre, dejando a sus mini-salas hermanas, los Babel, como último reducto del cine alternativo y en versión original hasta que puedan aguantar (auguramos que no será mucho, mal que nos pueda pesar).

En muchos artículos añado algún párrafo que empieza con “Mi primer recuerdo de…”, y en este no va a ser menos: Mi primer recuerdo de los Albatros procede de los años de su inauguración, 1985 u 86, y se ubica en el momento en que regresaba de Valencia a mi pueblo en el autobús y, a la salida de la ciudad, descubrí una fachada con tres persianas en la que ponía el nombre del cine y los números 1, 2 y 3. Al principio no tenía claro de qué se trataba, pero pronto supe que eran unas salas cinematográficas, y que su entrada estaba en el extremo opuesto a la parte que yo veía desde la carretera.

La época en que frecuenté más los Albatros fue durante mis breve etapa universitaria (últimos ochenta/primeros noventa), ya que los tenía al lado de la facultad, me quedaba a comer con algún compañero al acabar las clases, y hacíamos tiempo hasta la primera sesión para ver alguna película. El primer largometraje que recuerdo haber visto allí fue Mystery Train de Jim Jarmusch, de 1989. Otros títulos que disfruté en estos cines fueron Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), Orlando (Sally Potter, 1992) y la reposición de Charada (1963) de Stanley Donen, todo un lujazo poder ver a Audrey Hepburn en la pantalla grande de nuevo. Curiosamente, la última película que vi en los Albatros fue también de Jim Jarmusch: Noche en la Tierra, estrenada en 1991 (aunque a nuestro país no llegó hasta el año siguiente). Aquella fue la única ocasión en la que estuve en la cuarta sala que posteriormente se abrió en el local, y tengo que decir que me pareció decepcionantemente pequeña y no fue de mi agrado un recinto de tan limitadas dimensiones. Por aquella época era algo bastante novedoso, ya  que todavía sobrevivían muchos de los cines clásicos fundados en décadas anteriores, cuando todavía se podía esperar una importante afluencia de público en ellos. Podrá parece una contradicción con la crítica inicial a los complejos cinematográficos actuales, pero en realidad no lo es: pienso que hay un término medio entre una pantalla que es poco más grande que mi televisión y algo desmesurado que incluso sobrepasa la amplitud de la mirada humana.

Con el tiempo me volví bastante sedentario, dejé de ir seguido por Valencia, le cogí cierta aversión a conducir y hasta (¡oh, blasfemia!) se me atragantaron un poco las películas subtituladas, así que no puedo decir que personalmente prestara un gran apoyo a este negocio que ahora termina su aventura empresarial, pero no por ello dejo de sentirme apenado por su cierre. No es sino otro golpe mortal al Cine y a las salas de exhibición de esta forma artística, y un claro signo de lo que está por venir en los años futuros: la muerte definitiva de todos los locales de cine, incluidos los “grandes”.

viernes, 14 de mayo de 2010

Nuevas formas de sangrar al ciudadano (El latrocinio legalizado, parte II)

Amigos: hoy no os hablaré sobre las excelencias de tal o cual artista ni os recomendaré ninguna canción o película. Me vais a permitir despotricar de nuevo contra las mil y una formas en la que se nos desvalija al ciudadano de a pie con las más diversas excusas, protesta que ya iniciara en el artículo Taxman, o el latrocinio legalizado el pasado mes de marzo.

Con frecuencia compro productos en el extranjero. Hasta ahora, de algunas de estas importaciones la aduana me cobraba los correspondientes aranceles, portes, derechos o como quiera que deseen llamar a lo que en realidad no es sino un robo a mano armada y una total tomadura de pelo y encima perfectamente respaldada por la ley. En otras ocasiones no se me cargaba tasa alguna; no me preguntéis cuál era el baremo o criterio que llevaban los señores aduaneros para decidir dónde o no aplicar el “diezmo”.

Pues bien: desde este mes de mayo, este sistema de latrocinio cambia de forma y pasa a ser todavía más abusivo: la aduana se centraliza en Madrid y las importaciones pasan a ser gestionadas por una empresa que ni me molestaré en mencionar y que es claramente una filial de Correos, o al menos está relacionada. Ahora, además de abonar la cantidad que a sus gestores les parezca oportuno, aún hay que pagar casi 18 euros más por la “complicada” labor tramitativa que la nueva compañía efectúa. Para más inri, la resolución de estos pagos se hace todavía más tediosa al tener que esperar que la empresa te comunique la recepción de la mercancía, tú envíes la factura o justificante de compra, y ellos te contesten entonces valorando lo que consideran justo sablearte de tu compra para que pases a realizar la correspondiente transferencia bancaria. Entre una cosa y otra, el paquete aún se atasca varios días en la aduana hasta que te lo envían.

Adjunto el presupuesto que me han enviado en relación a mi última compra (pinchad la imagen para ampliarla), en la que podéis ver el desglose de todos los derechos e impuestos que se inventan y aplican (falta sólo la comisión para la señora de la limpieza de la compañía). En total, de una compra de 194,05 euros me sangran otros 70,40: un 37% para que toda esta banda de saqueadores pueda vivir del cuento. Indignante.
Al final del documento, además, a modo de “velada” amenaza se adjunta el siguiente texto:
“Con el fin de evitar posibles multas por falsear valor o tipos de mercancía, esta información debe ser veraz, ya que la AGENCIA TRIBUTARIA dispone de medios suficientes para conocer el valor y tipo de mercancía siendo responsabilidad del importador la multa derivada de la falsedad de datos. (MINIMO 150,00 €)”
Estamos ya a un paso de que el mundo orwelliano de 1984 cobre forma. Cuidado: ¡el Gran Hermano nos vigila!

martes, 11 de mayo de 2010

Adiós a Frank Frazetta

Entre las pocas aficiones de mi juventud que no he conservado hasta hoy se encuentra, por desgracia, el cómic. Aunque un gran fan de los tebeos durante muchos años, dejé de leerlos a finales de mi adolescencia y, salvo por unas pocas excepciones, ya no consiguen fascinarme como antes lo hicieran. Guardo de ellos, no obstante, un grato recuerdo, y es por eso que me es imposible no incluir un pequeño homenaje a esta leyenda de la ilustración que nos dejó ayer a los 82 años.

Mis primeras memorias de Frank Frazetta vienen ligadas a las portadas e historietas de publicaciones como Cimoc, 1984 (después Zona 84), Heavy MetalCreepy... siempre pobladas de hercúleos bárbaros combatiendo a monstruosidades y defendiendo a voluptuosas damiselas semi-desnudas que por aquella época empezaban a excitar mi recién despertada libido. Un recuerdo muy concreto que tengo de una pintura de Frazetta fue el de la que se conoce como "Reina egipcia" (la tercera abajo) y en realidad viene de un número del tebeo español Dossier Negro, que no dibujaba el homenajeado: una de las historietas giraba en torno a un hombre que se obsesionaba fatalmente con la mencionada ilustración (que compraba en forma de cuadro), hasta el punto de contratar a actores para que lo representasen a tamaño real...


Por lo demás, poco os puedo contar sobre este artista que no vayáis a encontrar en otras páginas web: el legendario dibujante neoyorquino había nacido el 9 de febrero de 1928, comenzó su temprana carrera en la adolescencia, en los años 40, ilustrando cómics de todo tipo (western, bélico, fantástico...) para editoriales como EC Comics o National Comics (después DC), la interrumpió brevemente para dedicarse al beisbol (también era un consumado deportista) y terminó de forjar su leyenda cuando alcanzó su plenitud creativa en los años 60 y 70. Su labor se extendió a otros muchos campos como el cine (colaboró con Ralph Bakshi en Tygra, hielo y fuego) o la ilustración de discos y libros. Sus personajes de papel también han cobrado vida en forma de kits de modelismo y figuras de colección. R.I.P pues, señor Frazetta.

* Más ilustraciones de Frazetta: http://frankfrazetta.org/

domingo, 9 de mayo de 2010

Tres décadas, tres actores

Como ya confesaba en mi homenaje a Eddie Cochran el pasado mes, mi mitomanía se ramifica y extiende para albergar a numerosas personalidades artísticas, casi invariablemente cinematográficas y  musicales. También comentaba que no me interesa generalmente establecer competiciones entre mis ídolos, ni escalafones ni prioridades de ningún tipo: el hecho es que me gusta y puedo disfrutar del trabajo de todos estos artistas, por lo que no necesito realizar ninguna selección entre todos ellos. No obstante, es bien cierto que siempre hay algunos que “te marcan” más, tienen una especial relevancia en tu vida, e inevitablemente tienden a sobresalir de entre los demás aunque sea por un pequeño margen. Este nuevo artículo pretende rendir tributo a los tres actores modernos cuya carrera seguí con mayor interés en cada una de las tres décadas pasadas, más o menos el tiempo que llevo frecuentando cines.

Los 80: Harrison Ford
Habiendo participado en ocho de mis películas favoritas (la trilogía original de La guerra de las galaxias, la saga de Indiana Jones y Blade Runner) era inevitable que este actor ya icónico, nacido en Chicago el 13 de julio de 1942, se convirtiera en mi predilecto durante mis años mozos. Para un pre-adolescente, ¿quién podía haber más chulo y vacilón que Han Solo? A Harrison, ciertamente, lo descubrí con este personaje, cuando con diez años vi el clásico de ciencia ficción que le haría famoso en el mundo entero. Durante los siguientes años seguiría su carrera con interés: El rabino y el pistolero, Apocalypse Now (ambas de 1979) o, por supuesto, El imperio contraataca (1980), son algunas de las primeras películas suyas que vi. Después llegaría otro título imprescindible, En busca del Arca Perdida (1981), y al año siguiente la mítica Blade Runner, seguida otro año después por el final de la trilogía de George Lucas, El retorno del Jedi. Harrison ya se había convertido en mi actor fetiche de aquella época.

Intentando desencasillarse de tanto héroe intrépido, Ford nos ofreció nuevos registros durante el resto de la década de los 80: se pasó al thriller en Único testigo (1985, por la que fue nominado al Oscar) y Frenético (1988), flirteó con la comedia en  Armas de mujer (también 1988) y nos ofreció papeles de gran carga dramática como el que hizo para La costa de los mosquitos (su película favorita, 1986).

De izq. a der.: La calle del adiós, En busca del Arca Perdida, Blade Runner, Único testigo, Morning Glory. Abajo: todavía un galán a sus casi 70 años, y presumiendo de novia guapa

En los 90 perdí bastante interés por la carrera de este actor, aunque nunca dejé de ver sus películas por tradición y encariñamiento. Para entonces, Harrison era claramente una de las estrellas más reputadas y solventes de Hollywood, se conformaba con un solo film al año, y sus papeles se adaptaban más o menos al estereotipo que todo el público nos habíamos hecho de él. En definitiva, se convirtió en un actor poco arriesgado y por tanto artísticamente limitado. Concluyó la trilogía de Jack Ryan (que había empezado Alec Baldwin), realizó algunos remakes (el de la serie El fugitivo, 1993, y la innecesaria Sabrina y sus amores, 1995), y en los siguientes años alternó películas cuanto menos entretenidas como La sombra del diablo (1997), Seis días y siete noches (1998) o Firewall (2006) con otras para mí bastante más olvidables como Air Force One (1997), Lo que la verdad esconde (2000, en la que, por una vez, nos sorprendió haciendo de malo) o Hollywood, Departamento de Homicidios (2003).

La última película suya que he visto hasta el momento fue la cuarta entrega de Indiana Jones en 2008, que no hizo sino recuperarme y confirmarme a uno de los héroes de mi juventud, y de la cual salí absolutamente encandilado y reafirmando mi admiración por Harrison Ford, que en mi opinión recuperó al personaje muy dignamente.

Los 90: Gary Oldman
No me interesé por este actor inglés (nacido en Londres el 21 de marzo de 1958) hasta que supe que iba a ser el nuevo Drácula en la película que estaba preparando Francis Ford Coppola. Antes de verle como el famoso aristócrata vampiro lo hice en El clan de los irlandeses, donde ya nos presentaba al típico personaje desquiciado con el que tanto se prodigaría. Fue la primera de sus películas que disfruté, y me gustó su papel. Después llegaría por fin Drácula, y desde su estreno en 1992 sigo fascinado por esta indiscutible obra maestra de Francis Ford Coppola. Pese a mis reticencias iniciales con respecto a una nueva película del ya manido personaje de Bram Stoker, me quedé enamorado del film y Oldman me sorprendió con sus mil avatares como viejo conde, joven príncipe, lobo, murciélago, etc, etc. A día de hoy, y con el permiso de mi también admirado Christopher Lee, creo que el de Gary es el Drácula más completo y complejo que se ha llevado a la pantalla.

De izq. a der.: como Sid Vicious, Drácula, Beethoven, Zorg y el Comisario Gordon

A partir de ahí fui testigo de la variedad de registros y de la capacidad de transformación de la que era capaz este actor de gestos a veces histriónicos pero siempre sorprendente. Algunos de sus papeles que más me gustan son el del policía con problemas de Doble juego (1993, impagables sus escenas con Lena Olin haciendo de asesina psicópata), el de Beethoven en Amor inmortal (1994) y, por supuesto, el policía drogadicto de El profesional (1994), en la que aterraba a mi adorada Natalie Portman y conseguía salir airoso de un rol que rayaba bastante en el cliché del ya tan manido malo hollywoodiense. Para entonces Gary se había erigido en un nuevo Hombre de las Mil caras ofreciendo a su público una galería de pintorescos personajes que incluían al lamentable Sid Vicious (Sid y Nancy, 1986), al infame Lee Harvey Oswald (JFK, 1991), al pérfido alcaide de una prisión en Homicidio en primer grado (1995) e incluso a un reverendo puritano en La letra escarlata (1995).

Sin embargo, a pesar de su amplitud interpretativa, y quizá por lo problemático de su personalidad, Hollywood se empeñó en negar al actor más papeles protagonistas y en encasillarlo casi invariablemente como villano, y así, a finales de los 90 le pudimos ver repetir prácticamente el mismo rol en El quinto elemento (1997), Air Force One (1997, donde coincidió con Harrison Ford) y el remake de Perdidos en el espacio (1998, para el cual ni se molestó en cambiar de look con respecto a la anterior). Desde entonces lo hemos encontrado en infinidad de producciones, pero casi siempre en roles secundarios, incluidas sus intervenciones en las sagas de Harry Potter o Batman (como el comisario Gordon). En 1997 incluso llegó a dirigir un largometraje: Los golpes de la vida, interesante drama semi-autobiográfico que no tuvo mucha repercusión.

Izq.: tonteando con Natalie Portman en El profesional. Der.: con Winona Ryder en 2008: Drácula y Mina se reencuentran dieciséis años después.

A Gary lo vi recientemente en El libro de Eli, en un personaje no muy diferente a aquel al que nos tiene acostumbrados en la mayoría de sus últimos filmes hollywoodienses. Esperemos que alguien nos lo recupere pronto en uno de esos papeles principales más profundos con los que nos solía encandilar en los primeros 90.

Los 2000: Geoffrey Rush
Rush es la prueba viviente de que fotogenia y belleza física no tienen necesariamente que ir cogidos de la mano: el actor se me antoja un hombre de apariencia vulgar, diríase que hasta feo, sin embargo, en la pantalla se crece de una manera sorprendente e impone su presencia y buen hacer más allá de toda discusión.

Como no ando demasiado interesado en los tejemanejes de Hollywood ni intento estar actualizado respecto a sus novedades y estrenos más que lo justo, no supe del Oscar que a este actor le concedió la Academia por su interpretación en Shine (1996) en su momento. Le descubrí más tarde en su papel del implacable inspector Javert en la adaptación de Los miserables de Victor Hugo que Bille August realizó en 1998 y quedé fascinado por el imponente y magnífico duelo que realizó con otro actor inmenso: Liam Neeson.

De izq. a der.: en Los miserables como el Inspector Javert, en House on Haunted Hill (¿Vincent Price redivivo?), en Quills como el Marqués de Sade

Poco después, recuerdo que una propicia noche en la que había niebla, acudí a ver el remake de House on Haunted Hill (1999), en el que Geoffrey Rush retomaba el papel que mi muy admirado Vincent Price interpretó en la original. La película no hubiera pasado de ser otra vulgar cinta comercial de terror made in USA si no hubiese sido por la formidable recreación de Rush, que clavó de manera tan perfecta los gestos de Price que había momentos en que creía estar viendo a este último redivivo en la pantalla (no en vano, su personaje se llamaba Stephen H. Price). El siguiente film suyo que disfruté fue Quills (2000), y era ya imposible no dejarse cautivar por este monstruo de la actuación después de verlo como el Marqués de Sade…

De izq. a der.: como Peter Sellers, el Capitán Barbossa y Leon Trotsky

Desde entonces he intentado ver todas sus películas, ya sea en cine o en DVD, y Geoffrey nunca me ha decepcionado con su gran capacidad de transformación y adaptación a los personajes más variopintos: ha sido el empresario teatral Philip Henslowe en Shakespeare in love (1998), Sir Francis Walsingham en Elizabeth y su continuación (1998 y 2006), Leon Trotsky en Frida (2002) y un excepcional Peter Sellers en Llámame Peter (2004), entre otros muchos avatares (también le vi por fin como el pianista esquizofrénico David Helffgott en Shine y, sí: es el típico papel de tarado que tanto gusta en Hollywood, pero Geoffrey está genial). Curiosamente, la mayoría del público le reconocerá antes como el Capitán Barbossa de la trilogía de Piratas del Caribe, una saga que quizá no esté a la altura de la calidad interpretativa del actor, pero de la que es para mí lo mejor (no es de extrañar que recuperaran su papel, ampliado, para la tercera entrega).

De Rush hay que lamentar, como en el caso de Gary Oldman, que últimamente no se le concedan más papeles protagonistas y se le relegue a tantos secundarios. Vamos a ver si la cosa cambia y podemos disfrutar de otra gran interpretación de este actor que, no lo he apuntado, pero nació en la ciudad de Toowoomba, Australia, el 6 de julio de 1951, y por cierto, sobrevivió prácticamente como intérprete y director teatral hasta que su suerte empezó a cambiar cuando ya era cuarentón largo…

No quiero acabar este tributo sin mencionar a otros actores más o menos recientes de cuyo trabajo he disfrutado también en las últimas décadas. Algunos de ellos son: Jeff Bridges, Dennis Quaid, el ya adelantado Liam Nelson, Clive Owen, Ed Harris, Ralph Fiennes, Tim Roth, Edward Norton, Kurt Russell, Stellan Skarsgard, Mickey Rourke, Brad Pitt, Gerard Butler, Johnny Depp o Russell Crowe, entre otros. Aunque ahora andan algo perdidos o despistados, o simplemente han dejado de interesarme, en su momento también presté atención las carreras de gente como Matt Dillon, Val Kilmer, Nicolas Cage, Javier Bardem o Tom Berenger y, aunque me pueda avergonzar confesarlo, en tiempos pretéritos llegué a pasármelo bien con algunos títulos de Arnold Schwarzenegger, Sylvester Stallone y hasta del impresentable Mel Gibson.