Era desde hacía tiempo una “muerte anunciada”: sabíamos que Dennis Hopper padecía un cáncer de próstata incurable y le habíamos podido ver hace cosa de un mes, cuando acudió a inaugurar la estrella que se le había concedido en el célebre Paseo de la Fama de Hollywood, visiblemente estropeado por el inútil tratamiento contra la enfermedad al que se estaba sometiendo.
A este actor norteamericano no sabe uno si clasificarle como “clásico” o “moderno”, ya que, aunque comenzó su carrera en los años 50, en títulos ya míticos como Rebelde sin causa, Gigante o Duelo de titanes, no empezó a ser claramente reconocido yo diría que hasta casi los 80, cuando genios de la talla de Francis Ford Coppola o David Lynch comenzaron a reclamarlo para obras como Apocalypse Now, La ley de la calle o Terciopelo azul. Desde entonces y hasta casi el momento de su muerte, ayer a los recién cumplidos 74 años (17-5-1936), Hopper se prodigó en infinidad de películas, algunas cuanto menos interesantes (como la curiosa Extraño vínculo de sangre o Frankie the Fly), otras menos comprometidas y de índole más comercial (Mario Bros, Waterworld, La tierra de los muertos vivientes…). También intervino en clásicos como Los cuatro hijos de Katie Elder, La leyenda del indomable o Cometieron dos errores, además de los ya citados.
Su carrera como director fue breve –ocho largometrajes–, pero en general destacable, e incluye The Last Movie, Labios ardientes y, por supuesto, la icónica Buscando mi destino (Easy Rider). Intervino frecuentemente en televisión, puso voz a dibujos animados y vídeo juegos, e incluso expuso varias colecciones de fotografías. R.I.P.
Cuando recuerdo a este actor tristemente fallecido, las dos películas que me vienen a la mente son Blue Velvet y Easy Rider. Su turbulenta vida personal con una relación intensa con la droga y el alcohol, no me impiden reconocer que fue un actor y director que me dio muy buenos momentos como espectador.
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