Para alguien que lleva muy mal la cuarentena,
siempre es un placer y casi un alivio ver a gente de su generación o próxima a
ella que la alcanza, al menos físicamente, en condiciones envidiables, y hoy me
toca felicitarle esas cuatro décadas tan bien llevadas a la guapísima Cameron Diaz,
que venía, pues, al mundo, tal día como hoy del año 1972 en San Diego,
California, EE.UU., descendientes de alemanes, ingleses, cubanos, españoles y
hasta cherokees (¿hace falta exaltar una vez más las excelencias del mestizaje?). Fue modelo desde los 16 a los 21 años, momento en el que da el
habitual paso al cine con La máscara (antes había protagonizado un corto
erótico). Casi dos décadas después, se ha convertido en una de las actrices más
populares de Hollywood y ha participado en tantas producciones como años cumple
hoy (curiosamente, no se ha interesado apenas por la pequeña pantalla). La mayoría de
esta trayectoria ha transcurrido en el terreno de la comedia (Algo pasa con
Mary, Very Bad Things, La boda de mi
mejor amigo…) y de las películas de acción (las dos triviales partes
de Los
ángeles de Charlie o la insulsa Knight and Day), aunque Cameron Michelle Diaz (siempre he
pensado que tiene un nombre masculino y muy feo) se ha atrevido con otros
registros más dramáticos ocasionalmente, caso de, por ejemplo, The Box,
Bandas de
Nueva York o La decisión de Anne, para la que se llegó a
rapar el pelo al cero. Hasta ha puesto la voz a un personaje tan divertido y
tan diferente físicamente a ella como es la ogro Fiona en la saga de dibujos Shrek. Una carrera variopinta con aciertos y desatinos, pero interesante.
Personalmente, con Cameron estoy viviendo una
especie de segunda luna de miel cinéfila. La descubrí con su primera película,
como casi todo el mundo, pero nunca me interesé especialmente por su
filmografía. Me llamó la atención su hermosura, por supuesto, y he ido viendo
trabajos suyos a lo largo de los años de manera ocasional (hay algunos que prefiero no verlos), pero es en
tiempos más recientes cuando me estoy quedando más absorto y encandilado con
ella. Y es que la verdad es que Cameron está espléndida y en una forma
increíble en su madurez. Con todo lo nimia que pueda ser la película, disfruté como un tonto viéndola
en Bad
Teacher (mi último encuentro con ella de momento) haciendo de profesora sinvergüenza que no tiene reparos en
explotar sus encantos para lograr sus propósitos. Posiblemente aprecio aspectos en
las películas que no tienen necesariamente que ver con lo artístico o lo
técnico... ejem… Creo que me van a criticar, vapulear y, finalmente, censurar
este artículo, pero bueno, ¡felicidades, moza!
Como todos los años por estas fechas, no se
me pasa por alto un aniversario tan peculiar (nació y murió el mismo día: 29 de
agosto) como es el de mi adoradísima Ingrid Bergman, sólo que, esta vez, no voy a
celebrarlo recordando su biografía ni de cualquier otra manera habitual, sino
que lo voy a hacer con un homenaje al que considero uno de sus mejores largometrajes,
para mí casi a la misma altura (y a veces pienso que incluso por encima) de la
legendaria Casablanca: amigos, si
tuviera que irme a una isla desierta y sólo pudiese llevarme a ella un manojo
de películas, sin ninguna duda Luz que agonizaestaría incluida. Es una película que descubrí en televisión hace ya
muchísimos años, más de veinte, y que he vuelto a ver en muchas nuevas y
posteriores ocasiones; una obra maestra de la que estoy absolutamente enamorado
y en la que se dan nombres tan míticos, además del de la propia Ingrid, como los
de sus compañeros de reparto, Charles Boyer
y Joseph Cotten, el del director artístico Cedric Gibbons o el del gran George
Cukor. Con todas estas estrellas, ¿cómo no iba a salir un film
deslumbrante?
Precedentes
Sin embargo, voy a empezar con una
contradicción por la que debo tragarme un poco mi orgullo (¡lo hago bien a
gusto!): me he manifestado a menudo en contra de esos “remakes inmediatos” que
tanto gusta hacer el Hollywood actual de películas europeas que apenas se han
estrenado unos pocos años antes, y la verdad es que este recurso no es nada
nuevo: la misma Ingrid Bergman llegó a la Meca del Cine para participar en un
remake de un film que ya había protagonizado en su Suecia natal: Intermezzo, y esta película a la que
rindo tributo, Gaslight
en el título original, fue también un remake de una cinta homónima inglesa de
tan sólo cuatro años antes, 1940, dirigida por Thorold
Dickinson e interpretada por Anton Walbrook, Diana Wynyard y Frank
Pettingell. Ambas partían de la obra teatral de idéntico título de Patrick Hamilton, que se estaba representando con
éxito en los escenarios. Cuando, en 1942, se estrenó en España la versión
británica, su título fue traducido literalmente como Luz de gas; la variante estadounidense de 1944 llegaría a nuestro
país tres años después de su aparición y, para diferenciarla de la anterior, se
bautizó con el imaginativo título con el que la conocemos, Luz que agoniza.
La versión inglesa de 1940
Así pues, una de mis grandes películas
favoritas es uno de esos “remakes inmediatos” que normalmente suelo detestar,
sólo que yo conocí antes esta segunda versión que la primera, que vería algún
tiempo después en televisión y de la que casi no tengo recuerdos (espero poder
verla otra vez algún día). Para más inri, hay que decir que la Metro inició una
especie de sabotaje contra la película original una vez compró los derechos de
la obra, y que destruyó muchas de las copias que habían llegado a Estados
Unidos. Esto ha contribuido a que sea una película mucho menos conocida e
incluso difícil de localizar (se reestrenaría en el mencionado país en 1952).
En cualquier caso, lo que es indudable es que la obra teatral de Hamilton
estaba teniendo mucho éxito en Norteamérica antes del estreno del film de
Cukor, y que, ya en los primeros 40, se representaba en Broadway con nada menos
que Vincent Price en el papel masculino principal.
Dicha obra se dio a conocer como Angel Street, y parece ser que ese mismo
nombre se conservó luego para la película inglesa original, así como para un
telefilm de 1946 protagonizado por Judith Evelyn, Henry Daniell y Cecil
Humphreys. Han habido muchas más versiones de la pieza de Hamilton, sobre todo
teatrales, pero con estas primeras basta para situarnos en el momento en que se estrena Luz que agoniza que, por la
popularidad de su fuente original, y la de sus intérpretes y director, parecía
tener el éxito asegurado...
La
historia...
Boyer, Bergman, Cotten: un trío de lujo
En el Hollywood de los primeros 40 parecían
haberse puesto de moda los thrillers con
la combinación caserón siniestro- dama en apuros -marido intrigante o misterioso:
sirvan como ejemplos la misma Rebeca
de Hitchcock, la estupenda El castillo de
Dragonwyck de Mankiewicz o incluso Alma
rebelde, la versión de Jane Eyre de
Robert Stevenson.
Luz que agonizacontiene también todos estos elementos. Su argumento nos traslada al Londres del siglo XIX, una época que para mí hace más
fascinante aún la película por lo mucho que me gusta… La famosa cantante de
ópera Alice Alquist es asesinada. Su joven
sobrina Paula (Terry
Moore) descubre el cadáver. El caso no se logra esclarecer. Pasa una
década. Paula (Ingrid Bergman) es ahora toda una mujer que vive en Italia e
intenta seguir los pasos artísticos de su tía, enseñada por un viejo maestro de
canto y acompañada por un galante y maduro pianista con el que tiene un romance,
Gregory Anton (Charles Boyer). Paula opta
finalmente por abandonar su carrera artística y sentar cabeza con su amado y, a
sugerencia de éste, se trasladan a la antigua casa de Alice Alquist, que la
muchacha ha heredado.
Un villano odiosamente encantandor
A partir de ese momento, lo que prometía ser una feliz vida en pareja se va
a convertir en un infierno para Paula, quien, según su marido, está sufriendo
despistes e imaginando cosas continuamente: pierde objetos, cree ver la luz de
gas de las lámparas bajar y subir, oye pasos… Dudando de su propia cordura,
aislada del mundo por recomendación de Anton y con su salud supuestamente
delicada como excusa, sin más compañía que una vieja cocinera sorda y una joven
criada impertinente que la saca de quicio, nuestra heroína estará a punto de sucumbir.
Por suerte, el apuesto y despierto detective Brian
Cameron (Jospeh Cotten), admirador en su momento de la tía de Paula, empezará
a sospechar de la extraña relación del matrimonio y de la actitud del marido, y
comenzará a indagar… La realidad es que –está claro casi desde el principio de
la película, así que creo que no chafo la sorpresa a nadie– Anton es el asesino
de Alice Alquist, y ha compuesto un ingenioso plan para poder buscar a sus
anchas por la casa unas valiosísimas joyas que pertenecían a la difunta
cantante…
Reparto secundario y
Oscars
Ingrid no está sola
El magnífico, maravilloso e impagable trío que encabeza el reparto se completa con secundarios principalmente británicos
entre los que encontramos a Barbara Everest
como la cocinera Elizabeth, a May Whitty
como la cotilla vecina señora Thwaites, Tom
Stevenson como el policía Williams, y una debutante (celebró la mayoría
de edad durante el rodaje del film) Angela Lansbury
como la descarada criada Nancy. Resulta curioso que esta hoy en día veterana
actriz –única superviviente de la plantilla de actores del film junto con Terry Moore–, relegada prácticamente al medio televisivo y recordada sobre todo por
la serie Se ha escrito un crimen,
comenzara su carrera con tan buen pie (fue nominada al Óscar por su papel) y de
tan buena mano (siempre recordó con cariño lo bien que le trataron Cukor y los
actores principales a pesar de que era una recién llegada).
Lansbury y Boyer: ¿conspirando contra la señora?
Y hablando de las doradas estatuillas de Hollywood: Luz que agoniza fue nominada a siete de
ellas en la ceremonia de 1945, aunque sólo se llevaría finalmente dos: a
la dirección artística (innegable el acierto
del equipo de Gibbons al construir los decorados sobrecargados y
claustrofóbicos de la casa donde transcurre la mayoría del film) y, cómo no, a
la actriz principal, y es que Ingrid está
absolutamente sublime como esa Paula Alquist primero dichosa y enamorada,
después atormentada y sufridora (un tipo de personaje que bordaría a menudo), y
finalmente indignada e iracunda cuando conoce las intenciones reales de su
marido… Esta sería la segunda nominación al Óscar de Ingrid (quien también ganó
el Globo de Oro), y el primero de los tres que cosecharía durante su espléndida
carrera. El resto de nominaciones de la cinta fueron a la mejor película, mejor
actor (Boyer), mejor guión y mejor fotografía, además de la ya mencionada para
Angela Lansbury. Curiosamente, el director, George Cukor, no fue nominado.
En resumen y en
retrospectiva
Sublime en todos los registros de su personaje
Treinta años sin Ingrid ya. Y muy cerca del centenario de su nacimiento el
próximo 2015. Casi siete décadas del estreno de Luz que agoniza, convertida en una joya del cine clásico. Tal y
como la acabé de ver el otro día a raíz de este artículo, hubiera vuelto a
empezarla. No quiero dejarme llevar por la pasión ni caer en afirmaciones
superficiales y desacertadas, pero casi le dan a uno ganas de decir aquello de
que “ya no se hacen películas como esta”. Y, sí, en cierta manera es cierto.
Sigue habiendo buenos filmes, buenos actores y buenos directores –sería
ridículo empeñarse en lo contrario–, pero, simplemente, las cosas, las maneras,
las técnicas, los criterios estéticos, cambian con los tiempos, así que, es verdad: ya no se hacen
películas así, porque así era como se
hacía en otra época de la historia, que no tiene que ser ni mejor ni peor que la
nuestra pero que, sin duda, con el paso de los años, la perspectiva de tantas
décadas, y esa traidora que tanto se aprovecha de nosotros que es la nostalgia,
nos la hacen ver con mayor benevolencia y cariño.
Una curiosidad para terminar: la obra teatral de Patrick Hamilton y sus adaptaciones a la pantalla popularizaron la expresión “hacer (a alguien) luz de gas”. Como en la película que hemos repasado, se trata, claro está, de convencer a una persona que ve o imagina cosas con el fin de hacerle dudar de su memoria y de su salud mental. Hoy en día ya no se utiliza el gas para iluminar las casas, pero seguro que siguen habiendo personajes como el de Charles Boyer en Luz que agoniza… ¡Cuidado!
Ya vi Destino oculto
cuando se estrenó en cines al pasado año, aunque, ahora que soy “oficialmente”
fan de la deliciosa Emily Blunt –esta fue la
segunda película que vi de ella–, la cinta gana un añadido extra en su revisado
doméstico. Fue el primer trabajo como director del guionista George Nolfi, quien es también productor del film,
y se basa muy libremente en un relato corto del recurridísimo Philip K. Dick, Equipo de ajuste (Adjustment Team), del que toma el título
original la película: The Adjustment
Bureau.
La propuesta argumental en sí es sencilla:
una historia de amor simple y facilona peligrosamente similar a las que
utilizan las comedias sentimentales para adolescentes (de cuerpo o de mente),
entre un congresista que aspira a senador (Matt
Damon) y una bailarina de ballet moderno (Blunt). La hace especial y
diferente, por supuesto, el elemento fantástico incorporado en ella, ya que, un
día, de manera accidental, el político descubre que nuestras vidas y los
sucesos que acontecen en ella son dirigidos por unos seres de apariencia humana
pero dotados de poderes sobrenaturales y que, en aras de la sencillez, podemos
comparar con los ángeles. Estos personajes, que visten elegantemente y actúan
como si fueran personal de una corporación o agencia, deben ceñirse a un plan
trazado por el “director” de esta “oficina de ajustes” (o sea, Dios, por analogía)
y procurar que todo siga las pautas establecidas. Sin embargo, con el congresista las cosas no salen bien, ya que él no debía haber visto a la chica más que la
primera vez, y vuelve a reencontrarse con ella. Totalmente enamorado de la
bailarina y convencido de que es el amor de su vida, no cejará hasta
encontrarla a pesar de todas las dificultades y amenazas que le pondrán estos
agentes, que no ven más remedio que revelarle al héroe el cometido que cumplen
y su existencia.
En resumidas cuentas, me parece una película
bien dirigida y escrita, con una estupenda pareja de actores principales y
secundarios tan destacables como el gran Terence
Stamp, que no se sale demasiado de los estándares del cine comercial
hollywoodiense y que calificaré con el recurrido término de “entretenida”.
Si el romance entre los protagonistas es manido y habitual, otras ideas más
profundas como la del destino y la posibilidad o imposibilidad de escapar a éste,
la de poder elegir en nuestras vidas, le aportan un tono y una perspectiva diferentes
y la salvan, para mí, de caer en la mediocridad… Bueno, y además sale Emily
Blunt ;)
La “terraza de verano”, el cine al aire
libre, se antoja ya un concepto casi del pasado. La caótica ordenación
urbanística de las últimas décadas, las caprichosas ordenanzas y leyes de los lamentables políticos actuales
–locales o nacionales–, la imprevisible actitud de posibles vecinos prestos a
molestarse con rapidez, hacen difícil pensar en la perdurabilidad de aquellos
viejos locales con los que crecimos mi generación (que vivió sus estertores) y
las anteriores, que los disfrutaron en mejores momentos. Yo mismo me pregunto a
veces si, después de tantos años, aguantaría una película bajo la luz de la
luna, expuesto a posibles insectos, a los caprichos meteorológicos de la
intemperie, a sonidos del exterior y sentado en aquellas incómodas sillas de
madera y hierro que tenían mis viejos y queridos Parque
Victoria y Terraza Nit, los dos
recintos estivales que conocí en mis años mozos y de los que fui asiduo cuando
llegaba el momento de que estos abrieran sus puertas y se convirtieran en
sustitutos temporales de los cines habituales, el Oma y el Avenida. El segundo
de los locales citados cerró a finales de los 80, curiosamente no puedo
recordar la fecha exacta; el primero proyectó por última vez en 1995 (remito a
mis paisanos nostálgicos a mi doble artículo Los
cines de mi vida de hace dos años para mayor información).
La pequeña terraza junto a la Iglesia de Begoña
Curiosamente, tras el cierre de estas dos
terrazas conocería el breve resurgir de otra de antaño que llevaba mucho tiempo
en desuso: la de la Parroquia de la Iglesia de
Begoña. Como era común en muchas partes de la España pasada, muchas
iglesias se ocupaban de proveer de una buena ración de celuloide a los jóvenes
construyendo cines en sus proximidades. Así nacieron en mi pueblo muchas salas
como la de la Iglesia de San Pedro o el popular “cine del Padre Jaime”. La de
la Iglesia de Begoña, en concreto, tuvo tanto local cubierto como abierto, pero
ambos dejaron de proyectar antes de que yo naciera o cuando era muy pequeño,
porque yo siempre los conocí cerrados o destinados a otros usos. Sin embargo, a
raíz del cierre y posterior demolición del Parque Victoria, los gerentes de
este último deciden alquilar, en los veranos de 1996
y 1997, el local al aire libre de la mencionada iglesia para seguir
ofreciendo a sus habituales la esperada programación veraniega. Esto me da
ocasión de “estrenar” el viejo recinto, de dimensiones modestas pero suficientes para disfrutar de una
proyección fílmica. En 1998, el Oma ha cerrado también, pero tenemos la inmensa
suerte de que se fundan en el pueblo las multisalas Alucine
y, pese a que están convenientemente refrigeradas y no interrumpen su
programación en verano, sus dueños deciden también continuar con la tradición
de la terraza veraniega, abriendo durante uno o dos años más la de la parroquia
que nos ocupa (creo que también hicieron algo parecido con la de la cercana
localidad de Canet, luego también demolida). Algunas de las películas que
recuerdo haber visto en aquel cine al aire libre –no me enorgullezco
precisamente de muchas de ellas– fueron
La roca, Anaconda o Airbag.
Y la misma hace dos años. Poco después, el Ayuntamiento eliminó el aparcamiento y lo convirtió en zona peatonal
Y todo este devaneo nostálgico no tiene como
fin que el posible lector que viviera situaciones similares suelte alguna
lagrimita: en realidad es para contar una agradable sorpresa que tuve hace algunas
semanas: ¡la terraza de la Iglesia de Begoña volvía a proyectar! Precisamente
me dirigía a los cines locales un domingo por la noche cuando, al pasar cerca
del pequeño patio, constaté que estaba ocupado y que se proyectaba en él una película
(creo que Toy Story 3). Vi que la
puerta estaba medio abierta y que había un pequeño grupo de niños y padres
sentados en el centro del recinto viendo el largometraje. Posteriormente
realicé pesquisas y averigüé que, probablemente promovido una vez más por alguna
asociación relacionada con la parroquia –como en los viejos tiempos–, se habían
proyectado varios títulos a lo largo del verano, claramente con la intención de
captar al posible y deseable público más joven. El pasado viernes 17 se emitía Charlie y la fábrica de chocolate de Tim
Burton como cierre de esta temporada que juzgo breve. La entrada a las sesiones
era gratuita, aunque se solicitaba el donativo de 1 euro. Me parece una gran
iniciativa en estos tiempos “impíos” en que mis queridos cines están tan
vapuleados y despreciados (y lo van a estar más gracias a la estupidez de Rajoy
y el resto de su gobierno)...
Todavía hay más, y volvemos de nuevo al
cercano pueblecito de Canet d´En Berenguer:
esta vez como iniciativa del propio Ayuntamiento de la localidad y del
Patronato de Turismo, se ha instaurado también una terraza de verano en una
plaza de la localidad que ha abarcado todos los miércoles del 11 de julio al 29 de agosto. Las películas
eran totalmente gratuitas y también de marcado carácter juvenil, entre ellas, La invención de Hugo, Tintín y el secreto del Unicornio o Cars 2. La verdad es que me he quedado
hasta con ganas de acudir a alguna sesión sólo por el placer de revivir viejos
tiempos y sensaciones, pero al final me ha podido la pereza y el hecho de que
ya había visto recientemente casi todos los filmes del ciclo que me
interesaban...
Última película del verano... ¡Les encantará!
En Valencia
capital creo que apenas quedan terrazas –está el Autocine Star, a poca distancia–, pero el Ayuntamiento de la
localidad ha montado también una gran iniciativa: la Filmoteca
d´Estiu en los Jardines del Palau de la Música.
Con precios populares (3,5 euros con posibilidad de abono para 10
sesiones), desde el 27 de julio al 1 de septiembre se están emitiendo o emitirán
tanto películas actuales como clásicas, brillando especialmente entre las
últimas un ciclo dedicado a Marilyn Monroe.
Y, aunque parezca una contradicción, he de admitir que tampoco creo que vaya a
disfrutar de este programa por la distancia que me separa de la ciudad y mi
precario estado económico.... o invierto en cine, o invierto en gasolina, y a
los de mi pueblo puedo ir andando. Admiro y aplaudo igualmente todas estas
iniciativas y que con ellas, de una manera u otra, el cine de verano al aire
libre, la terraza de siempre, no haya muerto del todo... Ojalá continúen en próximos
años y logren captar y cautivar a nuevas generaciones y les hagan entender lo
que es el verdadero Cine y que es imposible disfrutarlo verdaderamente en la
pantalla de un televisor o de un monitor de ordenador.
Continúa la saga cinematográfica de Jason
Bourne, ex-agente y ex-asesino de la CIA creado por el novelista Robert Ludlum y en cuyas tres primeras
adaptaciones para la gran pantalla (*) vemos cómo, tras quedar amnésico e ir
recordando poco a poco quién era, se replantea su trabajo y su existencia y
decide redimirse y poner al descubierto el despiadado proyecto en el que ha
estado inmerso y todos sus trapos sucios. Curiosamente, en esta cuarta entrega,
El legado de Bourne, no aparece su
protagonista habitual (interpretado por Matt Damon): lo reemplaza el actor Jeremy Renner como su homólogo Alex Cross, quien
acabará en una situación similar al verse perseguido por todo el aparato para
el que trabajaban ambos y que busca ahora acabar con él y con todos los demás
agentes para no comprometer a los dirigentes y altos cargos implicados.
La nueva entrega comienza solapándose con las
últimas secuencias de la anterior (como ya ocurriera con las segunda y tercera
películas), que vemos tanto desde la perspectiva de nuevos personajes como desde la de los antiguos. La CIA decide hacer una drástica purga de los agentes de
los proyectos y operaciones que corren ahora el peligro de quedar al
descubierto, y sólo uno ellos, Cross, consigue escapar a la matanza. El
fugitivo contacta entonces con la bioquímica Marta Shearing, implicada en la creación de los fármacos y procesos
utilizados en potenciar a los agentes, para que le proporcione nuevas dosis e información.
Ambos iniciarán su particular epopeya para escapar de los asesinos que les
persiguen e intentar estabilizar la modificación genética implantada en Cross.
Brenner, convincente, Weisz, siempre fascinante...
Muy en la línea de las anteriores, con momentos de tensión tecno-burocrática,
espantosas intrigas gubernamentales (¿realmente juegan con nosotros como
quieren?), escenas de acción frenética e impactantes persecuciones como la que
tiene lugar en las calles de Manila en motocicleta hacia el final de la cinta,
el nuevo trabajo del director Tony Gilroy
(co-guionista de los guiones de los anteriores episodios de la serie) cuenta
para mí con dos importantes bazas en su pareja protagonista: un Jeremy Brenner
cada día más de moda con un parecido no sé si casual con Daniel Craig –hay innegables
similitudes entre las sagas Bourne y Bond– y mucho más convincente como tipo
duro que el aniñado Damon y, sobre todo, la siempre embelesadora presencia de Rachel Weisz –curiosamente esposa en la vida real
de Craig–: a partir de la segunda mitad de la película, momento en que su aparición
es casi constante en pantalla, no puedo quitar la vista de esa encandiladora
mirada que tiene la inglesa… ¿Quién no se perdería gustosamente en esos ojos
verdes? ¡Yo sí!
Entre el destacable reparto del film, encontramos repitiendo brevemente sus
anteriores papeles a Joan Allen, Albert Finney, Scott
Glenn y David Strathairn, aunque los
verdaderos “malos” de la película son esta vez Edward
Norton, Dennis Boutsikaris y un casi
irreconocible Stacy Keach.
*: El caso Bourne (2002), El mito de Bourne (2004) y El ultimátumde Bourne (2007)
Y seguimos con más viajes en el tiempo, y
este es doble: no sólo el que emprende la protagonista del film reseñado, sino
el mío propio al revisitarlo después de muchos años y volver con ello, de
manera temporal, a la época de mi propia adolescencia: en 1986, el gran Francis Ford Coppola dirigía a la entonces actriz
de moda Kathleen Turner y a su sobrino Nicolas Cage en Peggy
Sue se casó (Peggy Sue Got
Married). En la película, Turner interpretaba una mujer
madura, con hijos y un matrimonio que hace aguas que, mientras asiste a una
fiesta para celebrar los veinticinco años de su promoción del instituto, sufre
un desmayo y se despierta misteriosamente en 1960, precisamente el año que
estaban conmemorando en el evento. En su cuerpo adolescente, pero con su mente
adulta y más experimentada, tiene la ocasión de cambiar el destino de su
propia vida y el de las de quienes la rodean, pero, ¿lo hará?
Una película que rezuma nostalgia por los
cuatro costados, tanto por el tema que trata (¿quién no quisiera tener la
ocasión de volver a su propia juventud con los conocimientos que tiene ahora?)
como, en mi caso particular, porque ahora me encuentro un poco en la piel de su
protagonista al comenzar el film, lo que me permite verlo con una perspectiva
nueva y diferente. Precisamente este año se cumplía también el 25 aniversario
de la salida de mi generación de secundaria, aunque he de decir que se intentó
montar una fiesta para conmemorarla y no se consiguió finalmente por falta de
interés. En cualquier caso, la película de Coppola me devuelve a mis años en el
instituto, cuando la vi de estreno en la ya desaparecida Terraza Nit de mi
pueblo y me llamaba mucho su banda sonora porque estaba comenzando a descubrir
la música de los 50 y 60. Posteriormente la había visto alguna otra vez en
vídeo, pero ya hacía bastante tiempo que no lo hacía. Curiosamente, también se
acaba de cumplir (el pasado año) el cuarto de siglo del estreno de Peggy Sue…, así que, por todas esas
coincidencias, es una ocasión muy especial para haberla revisitado.
Entre el nutrido y destacable elenco de secundarios es muy
curioso constatar la inclusión tanto de jóvenes actores entonces en ciernes
como Jim Carrey, Kevin
J. O'Connor, Joan Allen o la misma Sofia Coppola, como de veteranos de la talla de Maureen O´Sullivan, John
Carradine, Barbara Harris, Leon Ames o Don
Murray.
Una película que estuve sopesando ir a ver
cuando se estrenó en pantalla grande por lo mucho que me atrae el tema del
viaje en el tiempo. Me pudo finalmente la desconfianza de poder estar ante una
de esas historias de amor empalagosas y pueriles a las que nos tiene
acostumbrados Hollywood y que además se empeñan en vendernos con la totalmente
inadecuada etiqueta de “románticas”, cuando la mayoría de ellas no tienen nada
que ver con el Romanticismo. Por fin me atrevo a abordarla ahora que está en
formato doméstico y debo decir que no me ha dejado para nada mal sabor de boca
ni creo que encaje en el estereotipo de film sentimentaloide en el que me temía
que lo haría. Sentimental, sí, claro: es una historia de amor, pero yo no me
cierro para nada a películas de este tipo siempre que estén llevadas con un
mínimo de seriedad y madurez.
En el caso de Más
allá del tiempo, el director alemán Robert
Schwentke adapta la novela The
Time Traveler´s Wife de la autora Audrey Niffeneger, en la que un hombre (Eric Bana) nace con una extraña anomalía genética
que le permite viajar en el tiempo constantemente. No lo hace a voluntad ni
siempre gustosamente, y tampoco siguiendo un orden cronológico o siquiera
espacial, pero sí lo hace apareciendo normalmente cerca de personas con las que
tiene relación. De esta forma tan curiosa, el espectador asiste a la original
relación entre el protagonista y la que será su esposa (Rachel McAdams): mientras que él conoce a la chica cuando son
adultos, ella ya le ha visto varias veces desde niña porque, en el futuro de
él, la visitará a menudo varias veces volviendo atrás en el tiempo. De esta
manera, con viajes adelante y atrás en uno u otro momento de las vidas de ambos,
transcurrirá el argumento del film y la relación entre la pareja, en la que no
faltará algún episodio más dramático que es hasta de agradecer y da a mi entender mayor
solidez al argumento del largometraje.
Hay momentos verdaderamente bonitos en la película, como cuando el hombre se relaciona con la niña que será su esposa (¿quién
no hubiera querido conocer a su pareja desde siempre?) o incluso con la hija de
ambos en lo que será el futuro.
El estreno de la última película de la saga
Bourne, en la que es habitual, me parece buena excusa para sacar a colación la
carrera y la persona de Joan Allen, actriz estadounidense (Rochelle,
Illinois, 20 de agosto de 1956) que considero que encaja perfectamente en esta sección
del blog ya que, a pesar de ser el suyo un rostro habitual en el cine y en la
televisión de las últimas tres décadas, creo que su nombre no es aún lo
suficientemente popular. Caprichos del destino... o del público...
Por mi parte, la descubrí en Peggy Sue se casó
en 1986 y dos años después me reencontré con ella en Tucker, un hombre y su sueño. No
he seguido de una manera obsesiva su filmografía, ni mucho menos, pero no es una
artista que se me pase por alto. Aunque quizá no decididamente bella, Joan sí
que tiene para mí una increíble fotogenia, una gran presencia en pantalla y una
mirada tremendamente cautivadora. Si a eso le sumamos su casi metro ochenta de altura, no es
de extrañar que a menudo la encontremos en papeles de mujeres poderosas y con
cargos de responsabilidad, como el de la directora de la CIA Pamela Landy en
las tres últimas películas de la mencionada saga de Jason Bourne, la senadora aspirante a vicepresidente de los EE.UU. de Candidata
al poder o la alcaide Hennessey en el remake de La carrera de la muerte. Por
supuesto, Joan tiene la suficiente versatilidad para mostrarnos un lado más
sensible y más clásicamente femenino en otros títulos como Pleasantville, Más allá del odio,
Yeso
La tormenta
de hielo. Un nombre, un rostro y una carrera a tener en cuenta, pues, aquellos que todavía no hayan reparado en ellos...
El pasado 10 de agosto, los amantes del cine
fantástico perdíamos a todo un titán de los efectos especiales como era el
artista italiano Carlo Rambaldi, quizá uno de los pocos nombres europeos
dentro de su categoría profesional que logró labrarse una reputación
internacional a la altura de la de los grandes paladines estadounidenses como
Stan Winston o Rick Baker. Rambaldi, que había nacido un 15 de septiembre de
1925 en Vigarano Mainarda, comenzó lógicamente en el cine de su país,
interviniendo entre otras producciones en la ya clásica Terror en el espacio de Mario
Bava en 1965, pero será entre la segunda mitad de los años 70 y la primera de
los 80 cuando logre fama mundial al participar en varios filmes míticos de
Hollywood que son hoy en día ya capítulos destacables del cine de su género: Encuentros en la
tercera fase, Alien, el octavo pasajero, Duney,
por supuesto, su trabajo más conocido: E.T., el extraterrestre. A este genio le
debemos pues, no sólo al más entrañable alienígena del cine (para el que mezclo
rasgos de bebés y del mismísimo Einstein), sino también los visitantes de la
primera película de Spielberg citada, los efectos de la mortal cabeza del
xenomorfo de Ridley Scott o los impresionantes gusanos de la adaptación al
celuloide de la saga de Frank Herbert, además del traje del hombre lobo de Miedo azul,
el monstruo final de Conan, el destructor, los F/X de La mano
o los diseños del remake de King Kong de 1976 y de su continuación, entre otros
méritos...
Rambaldi se retiró del cine en 1988 tras
colaborar con sus hijos Alex (efectos especiales) y Vittorio (dirección) en Rage, furia
primitiva. Nos dejaba el viernes a los 86 años en la ciudad de
Lamezia Terme de su país natal.
Siento una inevitable desconfianza por las
largas sagas literarias que se extienden a lo largo de muchos años y volúmenes
(me pasa lo mismo con las series de televisión que repiten una temporada tras
otra): tengo la impresión de que la mayoría de ellas acaban “perdiendo el
norte”, desvinculándose de su concepto y propósito originales y yéndose por los Cerros de Úbeda de la imaginación al
tener que estar su autor o autores creando constantemente nuevos personajes y
tramas para continuar su obra más allá de lo que incluso ellos mismos habían
previsto. Invariablemente acabo desinteresándome por casi todos los productos
de este estilo, sean libros, episodios televisivos o hasta expansiones para
juegos de mesa, que es también otra de mis aficiones. Creo que no se puede
estar chupando del bote eternamente y que, llegado el momento, ha de saber
ponérsele fin a una idea y comenzar nuevas andaduras creativas.
Mi nada homogénea colección...
Precisamente, una de las escasísimas
excepciones que he hecho al respecto es el ciclo Canción
de Hielo y Fuego del escritor estadounidense George R. R.
Martin (Bayonne, Nueva Jersey, 20-9-1948) quien, claramente tras la
estela de J.R.R. Tolkien, da la impresión de que quiere convertirse en el
novelista de fantasía medieval definitivo de principios del siglo XXI. Mi
primer contacto con este autor y su obra viene precisamente a través del juego
de mesa que adapta su primer libro, Juego de Tronos (en mi otro blog podéis leer su reseña), que adquiero a finales de 2006. Algún tiempo después, decido
hacer una excepción en mi rutina literaria para probar ese primer libro de la
saga –originalmente publicado en 1996–, que compro en edición de bolsillo. La
novela me entretiene mucho y la consumo rápidamente. Me gusta la idea de un
mundo medieval ficticio (aunque claramente basado en la Inglaterra de la época
de la Guerra de las Rosas) en el que las intrigas, conspiraciones, amoríos y
relaciones varias se anteponen a los combates y la acción y al habitual
bestiario de seres fantásticos habituales: aquí no hay orcos, ni elfos, ni
trolls... Sí que hay un elemento mágico y sobrenatural, pero normalmente
comedido. Los verdaderos monstruos del libro, como siempre, son algunos de los
seres humanos que lo protagonizan, que no dudan en aniquilar a quién sea
necesario para ocultar sus secretos o alcanzar sus pérfidos y ambiciosos
planes.
El autor George R. R. Martin
Acabo Juego
de tronos deseoso de continuar con las historias que quedan sueltas en su
final, y me lanzó a buscar su continuación, Choque de Reyes, aparecido por primera vez en
lengua inglesa en 1998. Se da la circunstancia de que la edición normal en tapa
blanda se ha agotado y se espera reimpresión. Después de pasear ansioso por
varias librerías de mi pueblo y de la capital buscándola infructuosamente, me decido
al final por adquirir la única versión de la novela que encuentro: la más cara
de tapa dura. La termino con idéntico interés que su antecesora y continúo con
el tercer volumen de la serie, ahora ya sí en edición normal: Tormenta de
espadas(2000). Hasta ahora, la lectura de las tres novelas una
detrás de otra ha sido fluida, amena y emocionante, a pesar de la afición un
tanto molesta de su autor de acabar de un plumazo con algunos de los personajes
más carismáticos y queridos y, además, tengo la inmensa suerte de que la
finalizo prácticamente cuando está a punto de aparecer la versión en castellano
del siguiente volumen, Festín de cuervos, publicado primero en EE.UU.
en 2005, y en España dos años después. Aquí se me rompe el encanto de Canción de Hielo y Fuego: comienza ya
con una nota de Martin diciendo que separa esta nueva novela en dos partes –la
otra, de próxima aparición– y que divide entre ellas a los diferentes
personajes principales para no tener que hacerles intervenir brevemente en ambas. Después
me encuentro ya con importantes cambios en el destino y los azares de los
protagonistas: se alejan de sus territorios habituales, emprenden otras vidas,
surgen nuevas historias que en ocasiones me parecen forzadas. Acabo el cuarto
libro de la serie un tanto decepcionado y aburrido, con la sensación de que su
autor ya está tirando de un hilo algo enredado y acabando las novelas de la
saga más por puro compromiso y posiblemente por las nada despreciables
ganancias que le producen. El lapso de cinco años con respecto a la anterior
parte –cuando las tres primeras se habían publicado con tan sólo dos años
entre ellas– parece notarse en una menor solidez de las tramas de Festín de cuervos y en un obvio
distanciamiento de muchas ideas originales de las tres novelas anteriores.
Sean Bean (Eddar Stark) en la adaptación para TV
Nada menos que cuatro años nos toca esperar a
los seguidores de este ciclo literario para que salga a la luz con no poco
retraso Danza
de dragones(esta vez es de seis años la diferencia entre las
ediciones originales de este y el anterior libro). Como no me apetece esperar
otro año más a que aparezca la correspondiente edición en castellano, me lanzo
a la aventura de leerlo en su versión original (¡valiente de mí!). Pronto se
frena mi entusiasmo por abordar el quinto volumen, y no es tanto por las
dificultades del idioma –que las hay, pero solventables– como, sobre todo,
porque no recuerdo prácticamente nada de los anteriores: dónde acabó tal o cual
personaje, por qué este otro está aquí, quiénes son fulanito o menganito…
Releerme los volúmenes precedentes es impensable; tengo muchos otros libros que
abordar y una sola vida, así que, todo lo más, me ayudo de algunos resúmenes en
internet para refrescar la memoria. Aún así, la novela se me atraganta:
aparecen demasiados nuevos lugares y personajes, algunos de ellos secundarios,
terciarios, cuaternarios y hasta simplemente insignificantes. Del continente de
Poniente/Westeros en donde han transcurrido hasta ahora las anteriores novelas,
poco se sabe en este quinto libro. El elemento místico y fantástico parece
intensificarse y cobrar más protagonismo del que ha tenido hasta ahora. En
resumen: todo esto me huele más a relleno que otra cosa. Demoro e interrumpo la
lectura de Danza de dragones varias
veces hasta que, por fin, más como un ejercicio de orgullo, lo acabo este mismo
mes, más de un año después de que lo comprara, y dos meses después de la
aparición de esa edición en castellano que no quise esperar.
Quedan ahora dos teóricos libros para acabar
la saga, Vientos
de invierno y A Dream of Spring. No puedo decir que tenga la
misma ansiedad y ganas de abordarlos que tuve por algunos de sus predecesores.
Es muy posible que acabe leyéndolos, pero queda mucho tiempo para que aparezcan
y, por suerte, hay muchísimos libros con los que satisfacer mi apetito lector, seguramente
más interesantes para mí que los episodios finales de la saga de George R. R.
Martin. Siempre puede uno entretenerse, mientras tanto, con los episodios
televisivos que la adaptan cada vez más libérrimamente…
Hacía mucho tiempo que quería escribir sobre
una serie que fue esencial en mi vida, seguramente la que más me ha marcado.
Hoy, la muerte de su actor principal, el mítico Sancho Gracia, me obliga a
cumplir por fin ese propósito un tanto precipitadamente. A las generaciones más
jóvenes les podrá parecer obsoleta y hasta casposa, pero yo soy y seré siempre
fan de Curro Jiménez. Recuerdo
cuando se estrenó en los años 70. Creo que la emitían los domingos por la
noche, y al lunes siguiente, todos los chavales de clase la comentábamos y
recreábamos sus escenas (inolvidable el episodio de don Frasquito y las
tortas). Cuando, ya en la calle, intentábamos revivir con nuestra entusiasta imaginación
infantil las aventuras del bandolero y su banda, yo siempre era El Estudiante…
Inolvidables también la música de Waldo de los Ríos, la cabecera inicial del programa,
con los forajidos cabalgando sobre el agua, las maravillosos paisajes de la
serranía andaluza, los trabucos y las navajas, las patillas, el Malospelos, el Guindo y el Guindilla, y hasta ese mensaje de denuncia
del abuso de los poderosos semioculto entre peleas y carcajadas. ¡Que falta nos
haría un Curro Jiménez hoy en día!
La serie tuvo grandes episodios de marcada
carga dramática y algunos algo más livianos y hasta olvidables en clave de
humor. El concepto fue obra del propio Gracia, inspirándose parcialmente en un
personaje real, Andrés López, el Barquero de Cantillana, y claramente en la
leyenda de Robin Hood –acompañaban al proscrito un tipo grandullón a lo Little
John y también un fraile–. Su título inicial iba a ser “Bandolero”, pero se descartó
debido a que ya existía una película con ese nombre (la protagonizada por James
Stewart y Dean Martin en 1968). Sancho admitía divertido haber
sido un poco “contrabandista” en los años que pasó en Uruguay. Desfilaron por la serie tanto actores clásicos consagrados como otros que estaban empezando: Alfredo Mayo, Luis Ciges, Eusebio Poncela, Carlos Larrañaga, Kiti Manver, Veronica Forqué, Charo López, Silvia Tortosa... ¡hasta Isabel Pantoja! Son los primeros que me vienen a la cabeza de un vasto elenco que intervino a lo largo de sus 40 episodios.
Volví a encontrarme con la serie varias veces
más, las dos primeras que fue repuesta por TVE –una de ellas, las tardes de
verano a principios de los 90–. La tenía grabada en VHS en su totalidad. Me compré el primer volumen cuando
se editó en DVD (que por entonces me costó la friolera de 30 euros de
segunda mano: salió inicialmente al doble de precio). Desafortunadamente, no he completado la colección debido a mi
precaria economía de los últimos años, pero siempre he querido hacerlo y confío en poder algún día.
Con el propio Sancho me reencontré también varias
veces en la pequeña pantalla: Los camioneros –aunque apenas tengo recuerdos
de esta serie–, Avisa
a Curro Jiménez –un capítulo más largo que creo que se llegó a
proyectar en cines–, La máscara negra, Los
desastres de la guerra –nuevos intentos de Sancho de insistir en
esos personajes de justicieros del pueblo que le habían dado la fama–, La huella del
crimen y, por supuesto, la continuación de Curro Jiménez, Curro Jiménez: El regreso de una leyenda en
1994, una arriesgada apuesta de Antena 3 que no salió muy bien, pero que no
recuerdo con desagrado –es más, siempre he querido también volver a verla–. De
sus largometrajes para la pantalla grande recuerdo haber visto La casa de las
mil muñecas(¡con el mismísimo Vincent Price!), la divertidísima Cachito(impagable su personaje en
ella), Muertos
de risa, La caja 507 y, más recientemente, Entrelobos,
aunque sólo las dos últimas las vi realmente en sala de cine. También recuerdo
sus sobeteos a la exuberante Ivonne Reyes en aquel programa de Antena 3…
En fin, nos deja un actor emblemático del
cine y de la televisión nacional, Félix Ángel Sancho Gracia, a los 75 años
(había nacido en Madrid el 27 de septiembre de 1936 y falleció ayer 8 de agosto
de 2012). Se nos quedan más de dos centenares de sus trabajos realizados
durante su medio siglo de carrera profesional y el siempre grato recuerdo de
este entrañable y simpático hombre para no olvidarle. Adiós, Sancho; adiós,
Curro…
Entre los últimos años 70 y primeros 80, hubo
una serie de espacios televisivos como La
clave o Sábado cine que me descubrirían
algunos títulos cinematográficos que acabarían convirtiéndose en esenciales en mi vida y
que, junto con otras películas que veía
en pantalla grande, definirían y decidirían mi amor por el género fantástico: El enigma de otro mundo, Ultimátum a la Tierra o El planeta de los simios serían algunos
de esos largometrajes que impresionaron a mi receptiva mente infantil por aquel
entonces, al igual que lo hizo Almas de metal.
Esta película dirigida por Michael Crichton
en 1973 con el título original de Westworld quizá no acabó calándome tanto
como las anteriores, pero siempre ha tenido un huequecito en mi memoria y en mi
corazón. Me reencuentro con ella ahora, después de muchísimos años, y ello me
motiva a esta pequeña entrada homenaje.
El argumento, obra también de Crichton, nos
traslada a un futuro inmediato en el que un lujoso parque de atracciones ofrece
a sus visitantes la posibilidad de trasladarse a tres épocas diferentes de la
Historia: la Roma clásica, la Edad Media y el Lejano Oeste. En localizaciones
perfectamente recreadas pobladas por androides prácticamente humanos, quienes
puedan costearse la estancia tienen la posibilidad de revivir emocionantes situaciones
sin correr ningún peligro: participar en un duelo con espadas, seducir a
personas del sexo opuesto o convertirse en “peligrosos” forajidos. Esto último
es lo que deciden los amigos Peter (Richard
Benjamin) y John (James Brolin),
quienes eligen el “Mundo del Oeste” que da título al film para disfrutar
bebiendo whisky, visitando el burdel de la ciudad, volando la cárcel o batiéndose
con un temible y amenazador pistolero (Yul Brynner)
al que, dada la programación de los robots de la atracción, siempre derrotan.
Por supuesto, algo va mal: una especie de virus cambia el comportamiento de las
máquinas y éstas se vuelven agresivas, comenzando a matar a todos los humanos
del parque. Peter tendrá que luchar por su vida mientras el implacable
pistolero al que ya ha derrotado varias veces le persigue ahora con el peor de
lo propósitos….
Terminator tiene padre
Efectivamente: si estáis pensando que Michael
Crichton recuperó la idea utilizada en su primer largometraje para pantalla
grande para su exitosa serie El mundo
perdido, es así, sólo que en el caso del parque temático de dinosaurios,
éstos eran recreados mediante ingeniería genética… Resultan curiosas, no
obstante, algunas apuestas del cineasta y escritor como adelantarse a los virus
informáticos en muchísimos años para justificar el funcionamiento erróneo e
imprevisto de las máquinas que representan a personas y animales en el complejo
de Almas de metal.
Como otros veteranos del Hollywood clásico
(caso de Kirk Douglas o Charlton Heston), Yul Brynner flirteó en los 70 con la
ciencia ficción y, además de sus muchos papeles por los que será siempre
recordado, lo es también por el de este peculiar vaquero robótico, sin duda
inspirado en su conocido personaje de Los
7 magníficos y constituido en un claro antecedente del Terminator de James
Cameron (el film reseñado también parece adelantarse a otros hitos del género
como Blade Runner: fijaos en el
brillo de los ojos de los androides).
Vista casi cuarenta años después de su
estreno, Almas de metal me sigue
pareciendo una película simpática que, por supuesto, me trae recuerdos de mi
primer encuentro con ella hace ya tanto tiempo. Me llaman mucho la atención las
enormes computadoras que en el film controlan a los robots y los arcaicos
gráficos que aparecen en pantalla, y eso que este largometraje fue el primero en
incorporar CGIs en dos dimensiones. Tuvo, por cierto, una segunda parte en
1976, Mundo futuro, pero eso ya
corresponde a otro posible artículo
He repasado hasta ahora videojuegos que me
marcaron en diferentes plataformas (aunque no será necesariamente la tónica de
esta serie) y, en esta ocasión, voy a seguir haciéndolo con un título que fue
esencial para mí durante mi época de Playstation 2:
se trata de Drakan: The Ancient Gates,
publicado por Unreal Software en 2002 creo que exclusivamente para la consola de
Sony. Lo descubrí en una tienda de videojuegos de mi barrio, lo alquilé
sucesivamente hasta que lo acabé y, después de hacerlo, acabé comprándomelo y jugándolo
dos veces más. Y es que Drakan era lo
que en el lenguaje especializado se llama una sandbox: un juego con un mundo
tan amplio que no debes ceñirte estrictamente a una misión lineal (aunque, lógicamente, hay un objetivo principal) sino que puedes explorarlo a tus anchas
y cumplir otros objetivos secundarios. Esto hace que títulos como el que
analizamos tengan vastísimas posibilidades y que, aunque juegues varias veces a
él, como fue mi caso, siempre acabes encontrando nuevos lugares y retos que
no habías visto con anterioridad.
Tres imágenes de la partida
¿Rol
o no?
Pero, ¿qué tipo de juego era este Drakan que tanto me impactó? Pues,
resumido muy sencillamente, era algo entre una aventura
de acción y un “juego de rol” de
ambientación fantástico-medieval. Tengo que decir que, aunque entiendo que es
una postura muy purista, considero que no pueden existir verdaderos “juegos de
rol” para ordenador o consola, ya que el elemento principal de éstos, de los
juegos de rol “reales”, es la imaginación, y que casi ninguno de ellos utiliza
accesorios físicos ni visuales de manera predominante, si no, todo lo más, como complementos
(lápices, hojas, figuras, dados…) a la narración o aventura que el máster recrea con ayuda de los
jugadores. Acepto, no obstante, que hay un subgénero de videojuegos que, por la
similitud de algunas de sus características con los “verdaderos” juegos de rol
(desarrollo de un personaje que, mediante puntos de experiencia, va mejorando
sus habilidades, típica ambientación en mundos de fantasía como el propio Drakan, etc) se puede considerar más o
menos “de rol”, y desde esta perspectiva me referiré a ellos. Hoy en día, por
cierto, están muy de moda (ahora mismo triunfa Skyrim, sin ir más lejos), pero hace diez años, cuando me compré Drakan, para mí eran algo muy novedoso
o, al menos, yo apenas los conocía. De hecho, creo que sólo había jugado para
entonces al primer Baldur´s Gate para PS2, y ni de lejos tenía
las posibilidades de exploración de Drakan,
aunque también me gustó mucho. Por lo tanto, el título de Unreal me resultó una
experiencia totalmente nueva e inolvidable, hasta el punto de que creo
que fue el juego que más huella dejó en mí de los que tuve para la segunda
consola de Sony.
Rynn y Arokh El pretexto de Drakan no es especialmente original: hay, como siempre, un Mal ominoso
que amenaza el planeta imaginario que da título al juego, y hay un “elegido”
que deberá hacerle frente. En este caso, una “elegida”: una atractiva guerrera
pelirroja que tiene como aliado a un enorme e imponente dragón con el que está unida por un vínculo espiritual. La chica se llama Rynn,
la criatura, Arokh, y la primera puede
montar al segundo para desplazarse rápidamente y para combatir desde el cielo,
merced al aliento flamígero con que, por supuesto, cuenta Arokh como todo
dragón que se precie, además de otras armas. Precisamente la protagonista de Drakan fue una de las cosas que más
ayudaron a ganarme el juego: admito que siento debilidad por los personajes
femeninos en los videojuegos, y estos no abundaban especialmente por los
tiempos en que salió Drakan,
excepción hecha, cómo no, de la legendaria Lara
Croft, clara inspiradora de Rynn. Drakan fue, además, doblado muy decentemente al
castellano, lo que para mí me facilitó su jugabilidad (¡resulta imposible andar
leyendo subtítulos mientras estás combatiendo o corriendo para salvar tu vida!).
Poco más se puede contar del juego, ya que más o menos toca todos los
tópicos típicos del género “rolero”: toda suerte de
criaturas habituales como no muertos, animales gigantes o gnolls y wartoks
(los equivalentes a los orcos y los trolls), diferentes
entornos desérticos, nevados, pantanosos… (para cambiar de uno a otro
había que cargar nuevas partes en la consola, debido a lo grandes que eran), personajes a los que ayudar, tenderos y herreros a los que comprar nuevas
armas, armaduras, pociones y demás, etc, etc… Rynn disponía de un menú en el
que ordenar sus cosas, y de un apartado en el que mejorar
sus características. Estas se limitaban a tres posibles, muy sencillas:
manejo de armas cuerpo a cuerpo, manejo de armas a distancia y magia. Nada de
esos interminables menús con infinitas ramificaciones tan habituales hoy en día
y que a mí llegan a veces a hacérseme desesperantes dada su complejidad (¡un
término medio, por favor!).
En perspectiva...
La bella modelo Myrna Blankenstein encarnó
a Rynn en la promoción del primer Drakan
Visto diez años después, comparado con los juegos de la última generación
de consolas, Drakan puede encontrarse
lógicamente algo desfasado desde un puntos de vista gráfico (la figura de Rynn
aparecía algo desproporcionada desde ciertas perspectivas), aunque el único
defecto importante que para mí se le podía sacar al juego era que la inteligencia artificial de los enemigos
dejaba en ocasiones un tanto que desear: algunas criaturas se atascaban con
columnas u obstáculos (cosa que sigue ocurriendo con juegos más modernos: que
me lo digan a mí que estoy ahora jugando a Dark
Souls), aunque muchas veces el poderío y la superioridad de los enemigos en combate compensaba este
hándicap.
En cualquier caso, creo que ha quedado bastante claro que me entusiasmó
este juego y que le saqué mucho, mucho partido, y que las tres veces que me lo
pasé entero (y fueron muchas horas de juego) no dejé de dar con sitios y
personajes nuevos que me sorprendieron. Por cierto, algún tiempo después me
enteré de que Drakan era la
continuación de un juego de PC, Drakan: Order of the Flame, aparecido tres
años antes, y en donde conocíamos el origen de la relación entre Rynn y Arokh.
Di con él y lo estuve jugando, pero las diferencias técnicas y gráficas eran
bastante notables con respecto a su continuación, mucho más avanzada y
mejorada, con lo cual no lo disfruté tanto. Además, cuando estaba a punto de
acabarlo, se estropeó el disco duro, perdí la partida, y ya nunca más retomé
el juego.
Por desgracia, parece ser que mi admiración por Drakan: The Ancient Gates no se extendió a muchos usuarios de
Playstation 2 y no tuvo más secuelas. Una verdadera pena, porque me hubiera
gustado volver a reencontrarme con su encantadora protagonista y con su dragón
cascarrabias. Curiosamente, aunque han aparecido muchos juegos temáticamente
similares en los últimos años, la mayoría de ellos no me han acabado de convencer,
principalmente por esos menús interminables que ya he adelantado, que los hacen
muy complejos para mí, y/o porque tienen demasiadas conversaciones y rompen
exageradamente el ritmo del juego a mi entender. Fue el caso de Dragonaxe, que vendí tras unas pocas
sesiones.
Aunque hoy en día se haya convertido en un
personaje algo ridículo y caricaturesco, a finales de los años 70 y principios
de los 80 Sylvester Stallone era un firme
valor en el cine estadounidense, incluso en registros dramáticos: recordemos
que en 1976 había llegado a ser nominado al Oscar por su actuación en Rocky, así como por el guión del mismo
film. Por entonces hasta había hecho ya sus primeros pinitos como director. En este contexto
participa en la adaptación para la pantalla grande de la novela de David MorrellFirst Blood, publicada por primera vez en
1972. Cuenta la historia de John Rambo, un ex-boina verde estadounidense que,
tras combatir en la Guerra de Vietnam, regresa a su país para descubrir que
es repudiado por sus compatriotas por su participación en el controvertido conflicto.
Desarraigado, solo, perdido, Rambo vagabundea de un sitio a otro intentando
encontrar a alguno de los pocos amigos que sobrevivieron a la guerra. Al llegar
a un pequeño pueblecito, el sheriff local, un tipo intransigente y prepotente,
le niega la estancia y acaba finalmente arrestándolo. Sometido a la brutalidad
de la policía, Rambo revive la pesadilla y el infierno que supuso para él la
contienda asiática y se enfrenta a la autoridad, golpeando a varios agentes.
Tras su huida de la comisaría, se refugia en las montañas, donde será acorralado primero por la policía local, y después por la nacional
y por el mismísimo ejército: y es que el fugitivo ha sido muy bien preparado
para este tipo de situaciones de supervivencia y estará dispuesto a plantarle
cara a todo la horda que se dispone a apresarle o a acabar con su vida…
Dirigida por el director hasta entonces eminentemente
televisivo Ted Kotcheff, la película se
estrenaría en 1982, hace exactamente ahora 30 años, y en España la conoceríamos
como El acorralado (aunque en posteriores
reediciones en formato doméstico parece que se ha perdido el artículo del
título). Por supuesto, el propio Sylvester Stallone, que ya se perfilaba como
actor especializado en tipos forzudos y duros, encarnará a uno de los personajes
que más fama internacional le darían tras el boxeador Rocky Balboa. Fue un film
que a mí, en mi adolescencia temprana y acabando la EGB, me impresionó mucho, y
creo que lo mismo le ocurrió a muchos otros chicos de mi generación. Recuerdo
que lo vi en el Cine Oma, una semana antes o después de ver Blade Runner. El hechizo de la película
no se ha roto del todo: me gusta volver a verla de vez en cuando y la sigo disfrutando,
aunque, ahora que soy mucho más mayor y tengo más criterio, entiendo que puede
cuestionarse desde un punto de vista político, ideológico e histórico. Se
puede, pues, afrontar El acorralado
como una entretenida cinta de acción en la que simpatizamos con un pobre
desgraciado al que le han llevado al límite, o podemos repudiar la eterna lamentación
estadounidense por su fracaso en Vietnam y por todo el cuestionamiento que provocó
en muchos sectores de su población y del resto del mundo la
intromisión de sus fuerzas armadas en una guerra y en un país ajenos (algo a lo
que EE.UU. sigue siendo aficionado). Personalmente, elijo lo primero, quizá por
los buenos recuerdos que me trae la película de aquellos queridos años 80 y de mis
muchas visitas a las salas de cine locales.
El largometraje de Ted Kotcheff trajo consigo
una saga que se extendió hasta tres continuaciones más (de momento) en las que
el personaje y su valor como icono patriótico estadounidense se distorsionaron
a la par que Stallone hipertrofiaba su musculatura hasta extremos exagerados y
perdía toda credibilidad –salvo raras excepciones– como actor “serio”: Rambo (George P. Cosmatos, 1985), Rambo III (Peter MacDonald, 1988) y John Rambo (Sylvester Stallone, 2008).
Admito que todavía disfruté con la acción y la tensión de la primera de las
secuelas (alego en mi defensa mi juventud) pero, con el tiempo, se me atragantó
totalmente su actor protagonista, y estuve muchos, muchos años negándome a ver
ninguna película suya. Al final, acabé viendo la tercera parte por televisión
y, qué cosas, en un momento de morriña y debilidad me sorprendí a mí mismo
yendo al cine a ver la última entrega del “héroe” del Vietnam (alego en mi defensa el querer recuperar las sensaciones de mi juventud). He hecho las
paces con Stallone; creo que tiene su hueco especial en la historia del cine,
aunque no suelo ver sus películas porque no me llaman.
En cualquier caso, si la valía de sus continuaciones es discutible, creo que El acorralado
es ya un pequeño clásico que se puede ver con respeto y que está apropiadamente dirigido e interpretado. De él me gusta especialmente su primera mitad, todas esas escenas en la ciudad y en ese bosque
lluvioso antes de que Rambo se desboque completamente, así como la música del inolvidable Jerry
Goldsmith, sin olvidar la participación de los secundarios Brian Dennehy y del veterano Richard Crenna en un papel bastante atípico en su carrera
–el del Coronel Trautman– que, sin embargo, parece ser que la ha ganado la
inmortalidad cinéfaga, sin olvidar a un jovencísimo David
Caruso como uno de los ayudantes del sheriff. Por cierto, yo imitaba la
escena final entre Rambo y Trautman mucho antes de que lo hiciera Santiago
Urrialde (aunque no decía eso de “no siento las piernas”).